Quim Torra se ha quedado, una vez más, solo. El president es como aquellos niños que se incorporan tarde a un colegio, cuando el resto de los alumnos llevan años forjando relaciones, y escogen la soledad de una esquina del patio. Pueden pasar años en ese mismo chaflán, con la ilusión de que pronto sus padres los volverán a cambiar de centro escolar y tendrán una nueva oportunidad con imaginarios mejores compañeros.

El problema de la actitud de Torra es que ha arrastrado a su interesada  soledad a todo un país cada vez más sumido en el rencor y la desunión. Porque el Molt Honorable President de la Generalitat de Catalunya tampoco tiene muchos amigos cuando regresa a casa. Su propio partido se ha fragmentado en tantos grupos diferentes, con nombres tan diversos, que hoy en día resulta peligroso preguntar a alguno de sus miembros a cuál de ellos pertenece, por el miedo a provocarle un derrame cerebral.

Urkullu quizá nunca llegue a perdonar a Puigdemont la manera en la que lo utilizó en los días previos a la declaración de independencia, pero resulta evidente que ha sabido moverse más por el interés de los suyos que por el deseo de venganza. Con el pacto al que ha llegado el lendakari con Pedro Sánchez  justo antes del inicio de la conferencia de presidentes, no sólo deja en evidencia a Puigdemont-Torra, sino que, sobre todo, cumple con su compromiso con los ciudadanos de Euskadi, consiguiéndoles sustanciales ventajas.

Uno de los tuits más recurrentes estos días entre los seguidores del Frente Judaico de Liberación, escuadrón suicida, que lideran Puigdemont-Torra ha sido: "Torra tiene más cojones que Urkullu". Quizá tengan razón, aunque nunca he sabido cómo medir con exactitud el tamaño de los cojones, entre la bolsa y el escroto se hace muy complicado saber dónde colocar la regla. En todo caso, escoger a los líderes de un país por el tamaño de sus cojones, además del componente machista, históricamente ha dado nefastos resultados.