Cuando la conocí, Sayago no existía aún. Sin embargo, yo ya había aprendido a querer esta comarca zamorana en ciertos parajes de la isla de Creta. Porque, efectivamente, una ráfaga de Creta pasa por Sayago. Sayago es una Creta doméstica y recental, el boceto de una Creta anterior a sí misma del que hubieran excluido el palacio de Cnosos, las montañas y los cipreses. El Minotauro, no obstante, también existe en Sayago. Se llama despoblación. Conservar su paisaje vernáculo, cultural, puede frenarla.

Pero nos fallan los vínculos éticos con el paisaje. A los políticos, sin ir más lejos, el paisaje les importa poco, que los castañares o las chiviteras no figuran en el censo electoral. Los políticos solo son unos catalépticos que se agitan mucho en las Cortes. Lo mismo se puede decir de los ecologistas mainstream, alarmados únicamente por el CO2. Ya no invitan a sus performances al tigre de Bengala, al que Borges, sin tanta gesticulación, tenía en nómina en sus versos, como si fuera un funcionario, y por el que hizo más que todos los miembros de Extinction Rebellion y Fridays for Future juntos. Que me da a mí que a los activistas climáticos el humo del CO2 les impide ver las necesidades de los animales y la fragilidad de los paisajes amenazados.

El paisaje tiene valor en sí mismo, como recoge la Convención de Florencia. El paisaje es un estado del alma, dijo Amiel. Hay, efectivamente, paisajes vanidosos, un punto faranduleros, de una belleza excesiva, que nos ganan por K.O. Son los que los turistas difunden en Instagram y los que codician las páginas del National Geographic. Otros paisajes, en cambio, nos ganan a los puntos. Poco a poco. Su belleza un tanto remolona se esconde de sí misma, como si de primeras no nos quisiera intimidar.

Por eso me gusta tanto la frugalidad del paisaje sayagués, elaborado con tan solo tres ingredientes: agua, peñascales y encinas. No se agotan aquí sus atributos, sin embargo. Quien visita por primera vez esta comarca histórica de Zamora —Pereruela, Formariz, Sogo, Bermillo, Fariza, Roelos, Torregamones, Mayalde, Fermoselle, etc.— advierte una singularidad de la que carece la isla de Creta: las cortinas, unas peculiares construcciones que ocupan miles de kilómetros y que son visibles a ambos lados de la carretera nacional que avanza desde Zamora a Portugal.

Si hoy todo es reproducible en serie, las cortinas de Sayago son únicas (ninguna es idéntica a otra, además). Equivalen a las obras antiguas de las que hablaba Walter Benjamin, dotadas de un aura mágica y propia. Las cortinas sayaguesas expresan un hechizo muy similar al de Stonehenge. No son, efectivamente, meras bardas de piedra, sino auténticos dólmenes jibarizados que solemnizan y petrifican el paisaje sayagués, y cuya función consiste en cercar cultivos y separar propiedades.

Para construirlas, no se emplean ni argamasa ni mortero, sino la técnica de piedra seca (declarada patrimonio cultural de la humanidad por la Unesco). Es decir, se hincan dos gigantescas lajas en la tierra que se refuerzan con unas losas laterales de menor tamaño llamadas arrimaderos para, posteriormente, cubrir el espacio con mampuesto (pergón) y coronar la pared con la cobertera, una hilera de piedras imbricadas entre sí en un ángulo agudo con el fin de robustecer la pared e impedir que se caiga. Según los etnógrafos, la pasión de los sayagueses por estas construcciones data del Neolítico.

Y, sin embargo, corren el peligro de desaparecer. “En el mundo de hoy”, denunció el escritor británico John Berger, “ninguna obra de arte puede sobrevivir sin convertirse en un bien con un valor económico”. Y las cortinas no figuran entre las ambiciones de los marchantes. Así es. Idiotizados por el verde fecal del dólar, por la serpiente del progreso, no advertimos, sin embargo, otro tipo de valor: que lo mejor de nosotros es aquello que nos han legado nuestros antepasados. Conscientes de esta verdad, un grupo de sayagueses se ha propuesto defender el paisaje cultural de su comarca frente a la indiferencia camastrona de los políticos y la bulimia sin límites del progreso.

El paisaje de viento y piedra de Sayago está, hoy, amenazado, ya digo. Lo están destruyendo la agricultura industrial y la concentración parcelaria, que en estas redoladas no tiene mucho sentido imponer a causa del suelo mísero, penitencial, huesudo, solo apto para la ganadería y para algún ermitaño descarriado. Tradicionalmente, los campesinos sembraban centeno y unos pocos caballones de tomates y hortalizas para su propio consumo. Pero hoy se pretende convertir estos pegujales en la Kansas de noroeste español. O, en su defecto, en enormes parcelas de regadío donde prospere transgénicamente el maíz. Si violentar la naturaleza no tiene mucho sentido, menos aún lo tiene destruir una riqueza cultural centenaria para complacer a un reducidísimo puñado de agricultores sin relevo generacional.

Pero como en España somos muy de pan para hoy y hambre para mañana, nos da igual que el paisaje sea “el carácter total de una región” (Alexander von Humboldt). Nos da igual que en las paredes de Sayago medren los líquenes y que numerosas plantas intuyan una protección —lo mismo que el ganado— contra el duro viento del altiplano. Nos da igual que en las cortinas se celebre la vida y se refugien en ellas salamandras, escarabajos, comadrejas, abubillas y otras especies (para el agricultor moderno todo lo que no sea una cosechadora es una alimaña). Nos da igual, en fin, que estos muros constituyan auténticas obras de arte de la arquitectura popular y que atraigan a muchísimos visitantes y ayuden a fijar población. Nos da igual.

Sayago, sin las cortinas, será simplemente una dehesa. Y las cortinas, sin Sayago, meras instalaciones en un MoMA agropecuario al aire libre. Sería, pues, un crimen cultural que a esta comarca que conocí por primera vez en Creta le ocurriese lo que a la pita, que muere cuando se le marchita la flor. Y aquí la flor más lozana tiene los pétalos de piedra. Neolítica. Sayaguesa. Eterna.