Vox es a la política lo que el siluro a los peces del Ebro: un depredador que amenaza con alterar la biodiversidad. Gigantesco, ilegal y feo, el siluro tiene cara de gárgola y cuerpo de lucio. El moco que lo recubre como un ensalmo de grasa sugiere el mismo légamo donde chapotea este bicho que, más que del Danubio, parece sacado de un bestiario medieval sin inspiración.

Hace más de cuarenta años, nos lo trajo al embalse aragonés de Mequinenza un biólogo alemán con nombre de estornudo polaco: Lorkowski. En última instancia, este científico hooligan sería el responsable de mermar las poblaciones del barbo. Porque el siluro, ese inmigrante ilegal centroeuropeo, acabó con casi todos los peces aborígenes. Voraz y tragantón, su dieta incluye también polluelos de ánade y hasta palomas. No hace ascos a las aguas contaminadas. Y se reproduce fácilmente. Sobrevivirá, por tanto. Algunos aseguran haberlo visto ya en Logroño y otros en el fondo del pantano del Congreso de los Diputados. Allí, al siluro lo llaman Vox.

Ahora bien, a pesar de las coincidencias entre este pez macarra y los chicos de Santiabascal, no conviene confundirlos. Vox no es una especie alóctona, pues nació de una costilla malhumorada y cismática del PP, como se sabe. Alejo Vidal-Quadras, Ortega Lara y otros pronunciaron al oído de su criatura unas palabras cabalísticas, mágicamente ultras, y Vox echó a andar como el Golem, que es algo así como el Frankenstein del judaísmo. Bueno, y en la campaña europea de 2014, acuérdense, recibió más que un soplo vital: el dinero del Consejo Nacional de Resistencia de Irán, una organización próxima a grupos terroristas.

Porque, como el siluro, Vox es transversal y omnívoro. Lo mismo pone el cazo a los muyahidines que a El Yunque, la secta paramilitar y ultracatólica de origen mexicano que también financió a Vox. Todo vale con tal de alimentar al engendro, al Golem, cuya historia, dicho sea de paso, termina mal, muy mal.

Para quien no la conozca, diré que el monstruo salió un día de casa y acabó liándola. Pura kale borroka fue lo que llevó a cabo en el barrio judío de Praga: tenderetes derribados, vidrios rotos, gente huyendo aterrorizada. El Golem, sin embargo, pudo ser destruido por el rabí que lo había traído al mundo. En cambio, Mariano Rajoy, padrino involuntario de Vox, no fue capaz de devolver al barro lo que era del barro, y el leviatán político se emancipó y mutó, como los virus de la gripe. Hoy, tiene incluso trastorno de la personalidad propio y amaga con aniquilar a los escasísimos centristas que sobreviven en estado terminal en el PP. Porque si el siluro come palomas, Vox engulle gaviotas.

Su última víctima ha sido el parlamentario vasco del PP Borja Sémper, quien hace unos días abandonaba la política harto de los modales de taberna y de los insultos en el Congreso, que los españoles costeamos de nuestros bolsillos. “Vox es un partido tóxico para España”, lo definió Sémper en una entrevista, algo que aún no ha dicho —ni dirá— su ya exjefe. El político conservador, intuyo, se ha marchado harto también de las casadadas de Casado y del sector más ultra y retrospectivo de su partido. De Cayetana Álvarez de Toledo, entre otros, un pastiche de cariátide y vendedora ducal de El Corte Inglés, una ursulina con el ego de Madonna, una chica que agita mucho la melena y la bandera en su plaza interior y vacía de Colón.

Cayetana es una Aznar con faldas. Solo que a ella, tan españolaza de Buenos Aires, tan hierática y rottenmeier, quizá nunca llamaría a ETA —cuyo cadáver, estos días, se empeñan en desenterrar con uñas y dientes las derechas— Movimiento de Liberación Nacional Vasco. Algo que sí hizo el patriota Aznar. Y no solo eso, sino que ofreció a la banda asesina “generosidad”. Aquella fue la primera y última vez que un Gobierno español blanqueaba a ETA. Y es importante subrayar que no lo hicieron ni los socialistas ni los comunistas, sino el PP. Los mismos que afirman ahora que Sánchez romperá España por haber pactado con EH Bildu y con ERC. Y con Podemos, como si Pablo Iglesias fuera el Stalin de Galapagar que viniese a imponer un gulag en la Dehesa de la Villa, entre los pinos profesorales y los jubilados de petanca con artrosis.

Sí, Vox es un partido tóxico, aunque no el único. Y depredador. De seguir así, la tribu de Santiabascal va a terminar con la poca biodiversidad política de la derecha, como el siluro con los barbos. Entretanto, las dos derechas y media, contando a Cs, repiten al unísono las mismas nigromancias contra el gobierno de coalición, una y otra vez. Quien más vocifera es Vox. Su única estrategia es el ruido. Para lo cual no duda en multiplicar querellas. Lo hizo contra Rajoy, al que acusó de calzonazos frente a los indepes catalanes. Y contra Sánchez por plagio de su tesis doctoral, acusación que rechazó el Tribunal Supremo. Que los jueces desdeñen sus denuncias es algo que no inmuta a Vox. Ellos han cumplido con su propósito: salir en la tele.

No otra cosa fue lo que pretendieron con las manifestaciones del domingo pasado —folclorizantes y malogradas— frente a los ayuntamientos del país. Aparte de tópicos en salmuera y mucho CO2 patriótico, poco más hubo delante del de Madrid. Por no haber, ni gente casi. Una periodista de guardia les preguntó a unas jóvenes qué hacían en la concentración, que lo mismo venían de after y se apalancaron. Pero no. Ellas estaban ante el frío millennial del ayuntamiento para indignarse contra “el aborto, los inmigrantes y tal”. ¿A quién o a qué aludiría el pronombre? Que responda Iker Jiménez. Otro joven protestaba contra la libreta de la reportera porque “en la escuela ya no se enseña a hablar español”. Y llevaba razón. Que con Sánchez y el camarada Iglesiovich en el Gobierno la lengua oficial de España es ya el ruso (variedad dialectal petersburguesa). Seguro que este chaval tiene una bibliografía con pedigrí que abarca seis o siete tratados que corrigen la gramática funcional de Alarcos Llorach y la Dialectología española de Zamora Vicente. Seguro.

Este es el nivel, me temo, de numerosísimos afiliados y votantes abascalistas. Lo confirma Carlos Aurelio Caldito, expresidente de Vox en Badajoz. Muchos se afilian al partido de ultraderecha, declaró, porque sus dirigentes ondean sin complejos la bandera española. Porque defienden los toros, la caza y la pesca. Porque quieren acabar con los independentistas catalanes. Pero ignoran qué quiere hacer Vox con las pensiones, con la educación o cuál es su programa económico. Nada de eso importa, sin embargo. Lo principal es amortajarse en la bandera y jalear en las redes sociales a los siluros del Congreso. El resto solo es política. Y democracia.