La rectora y los rectores de las universidades públicas andaluzas han dicho basta. Unidos, han decidido plantarse frente al Gobierno de Juan Manuel Moreno Bonilla para defender no solo la universidad pública, sino el principio constitucional de igualdad de oportunidades y el futuro de miles de jóvenes andaluces. Acusan a la Junta de ejecutar una estrategia de asfixia a las universidades públicas, con recortes, financiación insuficiente y proliferación de títulos en universidades privadas que duplican grados ya consolidados en la oferta pública. No es decente privatizar la educación superior y convertir el conocimiento en privilegio solo para quien pueda pagarlo.

El detonante ha sido tan claro como grave: la Junta de Andalucía ha autorizado 34 nuevos grados en tres universidades privadas —CEU Fernando III (Sevilla), Loyola Andalucía (Córdoba) y la Tecnológica Atlántico‑Mediterráneo (online)— muchos de ellos duplicando la oferta ya existente en universidades púbicas. Esta decisión no responde a una demanda académica real, sino a algo puramente comercial. Lejos de ampliar la oferta formativa de forma complementaria, Moreno Bonilla ha optado por favorecer los intereses privados en detrimento de las instituciones que llevan décadas sosteniendo el sistema universitario público andaluz.

Francisco Oliva, rector de la Universidad Pablo de Olavide y presidente de AUPA (Asociación de Universidades Públicas de Andalucía), ha sido contundente: “Estos nuevos títulos están, en su mayoría, repetidos respecto a los que ya existen en la red pública, y algunos tienen una escasa empleabilidad por la saturación de la oferta”. Lo que se denuncia no es solo la redundancia académica, sino la deslealtad institucional con la que está procediendo. Mientras a las universidades públicas se les niegan grados estratégicos, las privadas reciben vía libre para implantarlos sin contar con la trayectoria ni los recursos necesarios.

En Andalucía, los dos grados más estratégicos para el presente y el futuro —Ingeniería Biomédica e Inteligencia Artificial— han sido vetados por Moreno Bonilla a las universidades públicas de Jaén y Granada por Moreno Bonilla. Al mismo tiempo, esas mismas titulaciones han sido concedidas, sin pudor, a universidades privadas como Loyola o Alfonso X el Sabio.

Otro ejemplo flagrante es la denegación del Grado en Ciencias de la Actividad Física y del Deporte solicitado por la Universidad de Córdoba, bajo el argumento de “baja empleabilidad”. Sin embargo, ese mismo grado ha sido aprobado para la CEU Fernando III. Esta incoherencia revela un doble rasero que perjudica a la universidad pública, mientras beneficia a la privada. Ello demuestra un doble rasero en la evaluación de los proyectos formativos.

No se trata de hecho aislados. A las universidades públicas se les ha rechazado también un programa de doctorado en Arquitectura, diseñado conjuntamente por las universidades de Sevilla, Granada y Málaga, a pesar de su solidez académica. En cambio, se ha concedido a la Universidad Loyola. ¿Error? ¿Improvisación? No. Moreno Bonilla ha decidido reforzar el papel de las privadas en el mapa universitario andaluz, debilitando el de las públicas.

A todo ello se suma el caos administrativo que mina la credibilidad del sistema. La Junta paralizó de forma repentina la verificación de plazas en Ingeniería Biomédica, dejando en el limbo a casi 800 estudiantes que ya se había preinscritos. Otro fallo reciente en la adjudicación de plazas de máster impidió que cientos de alumnos pudieran matricularse a tiempo. Mientras tanto, las universidades privadas no han reportado ninguna incidencia, lo que levanta sospechas fundadas sobre si esta desorganización no responde a una estrategia más amplia para favorecer la matriculación privada ante la frustración del alumnado público.

Desde AUPA también se ha denunciado la falta de transparencia. Mientras los títulos solicitados por universidades públicas se publican y evalúan públicamente, las autorizaciones a universidades privadas se conceden sin apenas información accesible. Esta opacidad administrativa es inaceptable en una democracia que presume de garantizar la igualdad ante la ley.

El problema de fondo es el modelo. Un título privado puede costar hasta 50.000 euros. La Junta habla de “libertad de elección”, pero no hay libertad cuando una familia no puede pagar esas cifras. Lo que se impone es un sistema clasista, donde solo los más ricos podrán elegir su futuro académico. El resto, o se endeuda o renuncia. Tal y como señala el rector Francisco Oliva, “la proliferación de títulos privados en áreas ya cubiertas fuerza a muchas familias a endeudarse para acceder a carreras que podrían estudiarse en la pública si no hubieran sido vetadas”.

Esto no es una acumulación de errores ni una mala gestión técnica: es una decisión política. Moreno Bonilla ha elegido su alianza con los fondos privados, no con las universidades públicas. Ha optado por beneficiar a los negocios educativos, no por defender el derecho universal a la educación. Y lo hace, además, envolviéndolo en un discurso vacío de “libertad” que encubre un proyecto ideológico: transformar al estudiante en cliente y al conocimiento en producto.

La aprobación exprés de la Universidad Tecnológica Atlántico-Mediterráneo (UTAMED), pese al rechazo unánime de los rectores, evidencia hasta qué punto esta hoja de ruta ya está en marcha. No es una simple disputa educativa: es un conflicto ideológico de primer orden, que interpela directamente al modelo de sociedad que queremos construir.

La universidad pública no es un gasto, es una inversión en igualdad, cohesión territorial y futuro. Ha sido y sigue siendo el principal motor de ascenso social en Andalucía. Convertirla en un lujo es desandar décadas de conquistas democráticas. Permitir su degradación es asumir un modelo social excluyente, que rompe el pacto intergeneracional que dio sentido a la educación pública.

Andalucía merece una universidad al servicio del bien común, no subordinada a intereses empresariales. Una universidad que investigue, que piense, que integre. Una universidad donde ningún joven tenga que renunciar a sus sueños por no poder pagar. Y eso solo es posible si se defiende una red pública fuerte, sostenida, transparente y con vocación universal.

Los rectores han sido claros: esto no es más libertad ni más oferta, sino competencia desleal, desprecio institucional y apuesta ideológica por la privatización del conocimiento. Y frente a ello, se han plantado. Porque defender la universidad pública no es una opción política, es una obligación ética.

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