Como todo el mundo sabe, el papa Francisco I es un personaje que figura en el último tomo televisivo de las obras completas de Jordi Évole, donde aquel dice cosas muy interesantes sobre la inmigración y las desigualdades sociales. Aparte de predicar la pobreza con el ejemplo —ahí están su sotana de Alcampo y sus zapatones biodegradables—, este papa nos parece una versión bastante conseguida de Jesucristo. Solo que un Jesucristo puesto al día, claro, un Jesucristo 2.0 que sorbe mate teológico después del rosario, lee a Cortázar y evangeliza en Facebook. Pero no nos confundamos. El agua siempre es la misma, vaya en un dedal o en un botijo.

De manera que, así como el Galileo expulsó a los mercaderes del templo, el papa va a purificar el santuario de Lourdes de mercachifles y vírgenes fosforitas que brillan en la oscuridad como en un milagro de souvenir. Porque, hoy, el santuario de Lourdes es algo así como El Corte Inglés del catolicismo. Solo que, en vez de chill out, en el hilo musical se oyen la Salve y psicofonías marianas. Pero, por lo demás, en Lourdes hay de todo. Incluso planta joven, donde los universitarios del Opus compran pines de la Virgen para que les soplen en el examen de cálculo diferencial.

Otros visitantes prefieren llevarse devotas estatuas que curan lobanillos, medallas que ayudan a encontrar piso en Lavapiés y estampitas de colores apotropaicos que valen para todo. Esto no es nuevo, claro, sino la actualización del viejo márquetin de las reliquias y de la venta de indulgencias que tanto indignó a John Wycliffe, a Erasmo de Rotterdam y, por supuesto, a Lutero. Hasta el punto de que este protocapitalismo espiritual constituyó uno de los motivos de la Reforma protestante.

Poco caso hizo la Iglesia católica de aquellos reproches, pues varios siglos después de que don Martín tradujera la Biblia al alemán —esa lengua de consonantes astilladas—, en Lourdes todo es mercantilismo. Allí han aplicado a la fe las teorías de los Chicago Boys y hasta los milagros se cobran ahora. Nada sorprendente si pensamos que un exdirectivo de Renault, Guillaume de Vulpian, es quien dirige las cuentas del negocio espiritual. En menos de tres años, este teólogo del dólar que sabe latín, y no precisamente el eclesiástico, consiguió revertir el déficit y, a día de hoy, la cartilla bancaria mariana rebosa beneficios. Lo ha logrado con la fórmula de siempre: subir los precios a los peregrinos y bajar el salario a las más de trescientas personas a las que la Virgen les ha dado trabajo, y esto sí que es un milagro en vista de cómo está el panorama, a despecho de los triunfalismos económicos.

Esto no es nuevo, claro, sino la actualización del viejo márquetin de las reliquias y de la venta de indulgencias que tanto indignó a John Wycliffe, a Erasmo de Rotterdam y, por supuesto, a Lutero

Pero no es esto, no es esto, se lamenta Bergoglio. Debemos quitarle las capas de yeso consumista a Lourdes y restituirle la pintura original. O sea, devolverlo a los tiempos adánicos de la niña Bernardette, cuando solo era “un lugar de rezo y testimonio cristiano”. Razón no le falta a Francisco. Que Lourdes está entre los grandes almacenes y Operación triunfo.

Lo digo porque hace dos años un centenar de militares españoles y guardias civiles viajó a la cueva mariana para oír misa, rezar el rosario y ver si la Virgen les firmaba después los tricornios. Y todo —transporte, comida, alojamiento, copa y puro— pagado con fondos estatales. Tal vez por eso a los guardias civiles se les notaba tan felices en aquel vídeo más viral que viril en que bailaban silvestremente la conga al ritmo de Que viva España. Son los milagros de Lourdes, un santuario que empieza en Francia y puede acabar en una caseta de la Feria de Abril.