Cuando yo era pequeña, hablar de sexo era tabú. También lo era cualquier manifestación audiovisual del mismo, hasta el punto de ser estigmatizadas los con dos rombos que hacían que los padres de la época nos enviaran inmediatamente a la cama. Cuando fui creciendo, la cosa no mejoró. En mi adolescencia los dos rombos habían desparecido, pero el oscurantismo sobre el sexo seguía igual, así que a las niñas y niños de entonces no nos quedaba otro remedio que acudir a nuestras amistades, y hacerlo en la casi clandestinidad.

Los tiempos han cambiado, y ya se puede hablar de sexo abiertamente. También se supone que desde la infancia y adolescencia se cuenta -o se debería contar- con una educación sexual. Ya no habría que acudir a amistades ni a ninguna otra vía clandestina.

Sin embargo, nada es lo que parece, y no hay tantas razones para echar las campanas al vuelo como podría parecer. Porque hoy se ha sustituido ese boca-oreja a escondidas por otra fuente igualmente escondida: la pornografía. Así que, paradójicamente, podría ser peor el remedio que la enfermedad.

No se trata de mojigatería. El porno no solo no es malo, sino que es una forma de la libertad de expresión que puede gustar más o menos, pero que no se puede prohibir si no queremos volver a la época de los dos rombos. Pero no puede ser la única forma en la que nuestra adolescencia aprenda a relacionarse con el sexo. Y eso, por desgracia, está pasando.

No podemos olvidar que el porno, aunque en la época de la represión del régimen franquista pudiera considerarse casi revolucionario, consagra unos estereotipos machistas e incluso violentos de las relaciones entre hombres y mujeres que no resulta en absoluto recomendable como modelo.

En estos tiempos de pandemia en que la vida digital cobra una importancia desmedida, el riesgo de ese “aprendizaje” vía pornografía se multiplica. Aún antes, dicen las estadísticas que un enorme porcentaje de adolescentes han visto pornografía antes de llegar a la mayoría de edad.

No se trata de prohibir, sino de algo totalmente distinto. Se trata de adoptar medidas para que esos modelos audiovisuales no constituyan la única referencia de comportamiento sexual, porque las consecuencias pueden ser terribles. Si ese es el modelo, ese será el patrón con el que se manejen esas personas en sus relaciones sexuales. Y el que pueden tratar de imponer, incluso a la fuerza.

Quizás ahí está la clave de esos delitos sexuales que nos encogen el alma. Pensémoslo la próxima vez. Y, sobre todo, preguntémonos por qué.