Ahora que todos somos monjes a la fuerza, nos levantamos a rezar maitines en las páginas de los periódicos y a desayunar después galletas con miedo y esperanza. Que el coronavirus está sacando lo mejor y lo peor de nosotros. ¿Lo mejor? La solidaridad. Los taxistas madrileños que llevan gratis a las urgencias de los hospitales a los médicos, por ejemplo. O quienes escriben cartas a los enfermos para sofocar con palabras de ánimo su infierno de suero y fiebre. O los donantes de sangre. O los que juegan a la ruleta rusa con el virus para que los demás podamos quedarnos en casa. O, en fin, el discurso de Sánchez del otro día, del que yo subrayé muchas frases con el boli rojo obrero, aunque disentí cuando afirmó que el virus no distingue de personas y clases sociales.

Porque sí lo hace. Ahí están los numerosísimos ancianos que se nos están muriendo como perros en las residencias de cien años de soledad de Madrid. Y aunque muchos de estos lugares son, ahora, el tercer mundo dentro del primero, la presidenta de la Comunidad ni siquiera manda un SMS de 1,50 euros para dotar a los asilos de recursos. Madrid es la capital blanca y chulapa de Etiopía.

Efectivamente, en múltiples residencias de Madrid, las únicas medicinas que se administran a nuestros viejos son tres oraciones a san Pantaleón, patrono de la salud, después del yogur de la cena. Porque muchos asilos carecen no solo de médicos permanentes —¡intolerable, aunque más intolerable lo es aún que sea aceptable por ley!—, sino incluso de equipos de seguridad para los empleados. Que la propagación del virus no se combate con Raid, guantes de cocina y buenas intenciones, a ver si van enterándose las autoridades y los responsables de estos morideros de la tercera edad, a pesar de que ya sabían de los estragos que el virus había causado en los asilos de Italia. Pero como quien oye llover. Homicidio imprudente se llama eso.

Las únicas medicinas que se administran a nuestros viejos son tres oraciones a san Pantaleón, patrono de la salud, después del yogur de la cena

Nuestros ancianos agonizan solos. Nuestros ancianos mueren solos. Como perros. Bueno, no, mucho peor, porque a los perros se los acompaña hasta el último instante. Claro que, como no producen económicamente, a nuestros viejos, a nuestros pisoteados, humillados y maltratados viejos, se los mete en una bolsa cuando palman y se los tira al cubo de la basura de las estadísticas. Y que los busquen allí sus familiares. Como aquellos que escarban los huesos de sus seres queridos entre las ortigas de las cunetas.

¿Ve, señor Sánchez, como el coronavirus, lo mismo que la justicia, no es igual para todos? La situación es mala, muy mala, pero usted nos trasmitió el otro día, a pesar de los ladridos de caniche de la derechuza, confianza. Y es que muchos exigiremos, cuando salgamos de esto, otro horizonte. El de un Estado que deberá ser fuerte en lo social o no será fuerte ni Estado, sino el eterno retorno de lo mismo y de los mismos: el caprichoso grupo de pandilleros económicos que someten, amedrentan y extorsionan a la mayoría. Y, esta vez, no, que ya estamos hartos de tanto apocalipsis en sesión continua.