A principios de esta semana saltaba a los medios una noticia inquietante sobre los restos mortales del artista español Miguel de Molina.

El coordinador del Grupo para la Recuperación de la Memoria Histórica (GRMH), Matías Alonso, instaba a las instituciones a repatriar a España los restos del cantante Miguel de Molina desde Buenos Aires, y que descanse "en la España democrática con la que soñaba". Matías Alonso ha señalado en un comunicado que los restos del cantante están enterrados en el panteón de los artistas en el cementerio de La Chacarita de Buenos Aires, y ha advertido de que "en poco tiempo será desahuciado" del nicho que ocupa. Haciéndose eco de esta alarma, reproducida en varios medios de comunicación, José Luis Ábalos se sumaba por el PSOE a esta petición.

Alarmado por esta cuestión, contrasté dicha información con su familia, en especial con su sobrino, Alejandro Salade, director de su Fundación. La noticia resultó ser una verdad a medias, ya que, aunque el procedimiento habitual en el Panteón de actores del cementerio de la Chacarita es este que relata Matías Alonso, también lo es, según lo contrastado por mí con sus familiares, que el trato de honor y consideración hacia el español que rehízo su vida en Argentina, Miguel de Molina, es distinto y, por el momento, no corren peligro sus restos mortales. Otra cosa es que las autoridades españolas, en especial Ministerio de Cultura de España, Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía o Ayuntamiento y Diputación de Málaga, debieran hacer todo lo posible por garantizar el digno tratamiento de su figura. Durante muchas décadas, sobre todo en el caso del  Ayuntamiento y Diputación de Málaga se han empeñado en repatriar los restos de Miguel de Molina, contra las últimas voluntades del propio artista como ya les explicaron los familiares, mientras que han desatendido su legado, que se guarda en un almacén, y que sí era voluntad de Miguel de Molina que formasen parte de un Museo, a ser posible en su Málaga Natal. Resulta curioso que, en las extrañas interpretaciones, o falta de cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica, haya sucedido con el cadáver exquisito del que fue exquisito artista Miguel de Molina, lo que sucedió  con la tumba del poeta Antonio Machado: muchos se empeñaron más en apuntarse el tanto de repatriar los restos, cuando sus tumbas exiliadas son recordatorios importantes de nuestra reciente historia, que en salvaguardar sus verdaderos legados, lo que importa, que es su historia y su obra. 

Uno de los tristes logros de las dictaduras, de todas, y de la dictadura española de Franco, fue apropiarse de símbolos que no eran suyos pero perfectamente reconocibles por todos. En la cultura española, uno de los símbolos más importantes y masivos, común a las mal llamadas dos Españas, fue el del género musical de la Copla, que nace como tal a principios del siglo XX desbancando a la Tonadilla escénica y el cuplé, y aupada a los ambientes intelectuales por pensadores como Manuel de Falla, Federico García Lorca o Rafael Alberti,  junto con el flamenco, que llegaría a consolidarse durante la golpeada II República Española. Con la victoria golpista, se le cambió el intelectual término “copla” por el más casposamente patrio de “canción española” o “canción andaluza”, sus canciones más comprometidas censuradas o prohibidas, y sus representantes republicanos, como Miguel de Mollina  o Angelillo, perseguidos, encarcelados, golpeados, insultados y, finalmente exiliados. Rafael de León, el inmortal autor de “Ojos Verdes” en el Café de Oriente de Barcelona, uno de los templos de la Copla, en una noche memorable de 1931 con Lorca y Miguel de Molina como parteros de esa canción, llegó a decir en una de las escasísimas entrevistas que concedió: “La Guerra Civil es un río de sangre: por una orilla va Concha Piquer, y por la otra, Miguel de Molina”. 

Hace más de un siglo, un diez de abril de 1908, nacía en Málaga, en el seno de una familia andaluza muy humilde, Miguel Frías de Molina, curiosamente el mismo año que naciera el más importante autor de las letras de la Copla, Rafael de León, de quien sería amigo y cómplice entrañable. Según cuenta él en su propia biografía, un libro emocionante y desolador a un tiempo con el título de “Botín de Guerra”, difícil de conseguir en estos tiempos de la inmediatez y el “burdoseller literario” en el que el fondo ha desaparecido prácticamente en las librerías,  Miguel Frías, conocido para la posteridad como Miguel de Molina abrió los ojos al mundo en una España donde habitaba la pobreza, los terratenientes, la superstición y la miseria que acabarían detonando en la nefasta guerra civil. El joven malagueño aprendió con tenacidad y un espíritu inquebrantable la dureza de la vida muy pronto ya que su padre era epiléptico y pasaba los días postrado en la cama, y las mujeres de la familia: su abuela, su madre y sus cuatro tías, que lo rodearon siempre, se afanaban con esfuerzo en sacar adelante la familia sin la contribución paterna dado su estado de salud.  A los 13 años, Miguel toma la decisión de  marcharse del hogar familiar.  Su vida se convierte en ese momento en un puro avatar: en  Algeciras consigue trabajo en un burdel regentado por una mujer conocida como  “Pepa la Limpia”. Esta  y su amante, encariñados con el muchacho, invitan a Miguel a viajar a Granada para presenciar un espectáculo organizado por Manuel de Falla y Federico García Lorca, en el que, por cierto, el primer premio de flamenco se lo llevase un jovencísimo y desconocido Manolo Caracol. Aquel viaje sería una revelación para Miguel, y punto de inflexión en su vida para decidir lo que quería ser. A la gran admiración por Lorca, a quien conocerá personalmente más adelante, entablando amistad con él, se une el descubrimiento del género musical de la copla, absoluto rey del momento y banda sonora sentimental de los españoles desde mediados de los años 20. Decidido abandona el burdel de Pepa, viaja a Tetuán y de allí a Granada y Sevilla donde organiza espectáculos para los turistas. El año de la proclamación de  la República  es cuando Miguel Frías se decide a dedicarse profesionalmente al mundo del espectáculo, convirtiéndose a partir de ese momento en Miguel de Molina y popularizando canciones como “El día que nací yo” y “Ojos verdes”, a cuyo nacimiento asistió. Cuentan y se tienen datos de que en 1931, en el café de Oriente de Barcelona, en una mesa con Federico García Lorca, Rafael de León y con el cantante Miguel de Molina, se escribió la letra para el cantante malagueño, aún sin música, o al menos Miguel se la pidió a su autor y amigo. Miguel de Molina se enfadaría mucho al verla cantada por otras intérpretes como Blanquita Suárez, en un local de variedades en los bajos de un antiguo palacio madrileño, a la altura de la calle Atocha 49,  que tampoco  fue la primera en interpretarla ya que se estrena en plena guerra en la voz de Rafael Nieto,  y Estrellita Castro, en versión retocada por el autor Salvador Valverde, aunque, como si fuera una cosa de destino, la canción no sería un éxito hasta que la cantara Miguel en 1939, razón de la reconciliación de los amigos.   Al mismo tiempo Miguel obtiene un gran éxito bailando el “Amor Brujo” de Falla, que se estrena en el Liceo de Barcelona,  ya que es un artista de composturas muy finas, que rompe moldes utilizando chaquetillas muy ajustadas y floreadas, que nunca ocultó su homosexualidad,  marcando su enorme personalidad y cantando muchas de las coplas en masculino, como “Ojos verdes” o “La falsa Moneda”, que cuentan que salía a cantar con el torso desnudo, o sólo cubierto por unas monedas pegadas, lo que le da fama en la época republicana, y le causa persecuciones después. Miguel triunfa en Madrid, Barcelona y Valencia donde alcanza su madurez y consagración artística. El estallido de la guerra civil le coge rodando su primera película en Barcelona, que nunca sería estrenada como represalia, y se entrega a la labor de animar con sus espectáculos a las tropas republicanas, lo que le costaría con la dictadura muy caro.

En la España ya franquista Miguel de Molina recibe la visita de un empresario, miembro del Movimiento, quien le obliga a firmar un contrato para actuar por toda España. Si no acepta las condiciones, se le prohibirá trabajar y su pasado como artista en las tropas republicanas le pasará factura. Cuando lleva un año junto a otra compañera actuando para este empresario, aunque sabe que detrás hay alguien más importante, decide no renovar el contrato y así lo comunica a su interlocutor. Recibe esa noche una visita de tres individuos que le obligan a subir a un coche manifestándole que tienen orden de llevarle a la Jefatura Superior de Policía en el Paseo de la Castellana, pero el vehículo seguirá hasta un descampado donde Miguel de Molina es brutalmente torturado: le arrancan el pelo a jirones, le rompen varios dientes y le desfiguran completamente la cara mientras le gritan “esto por rojo y maricón”, como aseguran que pasó en el caso de Federico García Lorca, antes de fusilarlo.  Probablemente quienes le propinan la paliza lo dan por muerto, razón por la que salva, a pesar de las lesiones, la vida. Recibe una notificación para ser confinado en Cáceres y de ahí pasará a Buñol, donde se le prohíbe trabajar. Consigue de un amigo un pasaporte para viajar a Buenos Aires, y se exilia.  En la capital argentina triunfa allá donde actúa y adquiere una casa. Sin embargo un día recibe una orden de que debe abandonar el país, por orden de la embajada española, y es extraditado sin más explicaciones. Cuando vuelve a España se ve obligado a malvivir y descubre que todas sus desgracias: la explotación en las actuaciones durante los primeros años del franquismo, la paliza, la prohibición de actuar, su expulsión de Buenos Aires, etc. se deben a un mismo personaje: un alto funcionario de Asuntos Exteriores del gobierno de Franco al que no conoce ni ha visto jamás. Huye entonces a México y vuelve  a sucederle lo mismo: Miguel de Molina está teniendo un notable éxito allá donde actúa, pero los teatros son controlados por un sindicato que preside Jorge Negrete. A partir de ahí se le intentan “reventar” algunos espectáculos; colocan petardos en sus actuaciones e incluso una de ellas es interrumpida con grandes gritos por el secretario de Negrete: ni más ni menos que Mario Moreno “Cantinflas”. Por fortuna para el artista, el gobierno de Argentina cambia y Miguel de Molina recibe una llamada de Eva Perón para que actúe en Buenos Aires en un festival benéfico. Hasta allí viaja Miguel y le cambia la vida. Firmará contratos con multitud de empresarios y trabaja holgadamente. En 1957 vuelve a España y recorre toda la geografía española actuando, aunque tiene que aguantar todas las crónicas que en su contra se escriben por su condición de homosexual y republicano, con toda clase de mofas y desprecios, por lo que regresa a Argentina, entristecido, para no volver a España, donde murió, y fue enterrado en el cementerio de la Chacarita con grandes honores, lejos de su Málaga natal.

Lo que resulta indudable es que Miguel de Molina, más de un siglo después, es el gran mito, la enorme figura de la Copla española, por encima de las vicisitudes y las pruebas de la vida. ¿Lograremos ver cumplidas sus últimas voluntades y que descansen en paz, en Argentina, con todos los honores y a resguardos, sus restos, en su segunda patria, y  en España, en Málaga, su legado, sede por fin de su Fundación sin sede? Queda en manos de los políticos, esperemos que esta vez responsables y respetuosos con una figura de la enormidad y trascendencia de Miguel de Molina.  Algunos, espero que no infructuosamente de nuevo, nos ofrecemos para ello como interlocutores con su familia, absolutamente por la labor de ver cumplida la voluntad del artista.

Quizá como en la copla “Antonio Vargas Heredia”, podría achacársele aquello de que era “El más arrogante y el mejor plantao, y por los contornos de Sierra Morena, no lo hubo más guapo, más bueno ni honrao”. Quizá algunos muertos, como Antonio Machado o Miguel de Molina siguen vivos en nuestra memoria, como ejemplos de integridad moral, creativa, intelectual y humana, aunque tuvieran que marchar, morir y enterrarse en tierra extraña.