En España, la política no se hace con ideas, sino con complejos. Igual que la filosofía. Por ejemplo, el fantasma de Kierkegaard, que construyó su pensamiento contra su joroba, le encendía a Sartre la pipa de tabaco negro, soso, existencialista y redicho. Ambos filósofos señalaban que la libertad provoca angustia, porque ser libre es sinónimo de elegir. El primero hablaba del vértigo de la libertad. El segundo nos sentenció, casi judicialmente, a ser libres. “El hombre está condenado a ser libre”, escribió el marido de Simone de Beauvoir. Y luego le pegó una calada a la pipa de tabaco parisién, negro, soso, existencialista y redicho.

Y esa condena a ser libres incluye también a las Comunidades autónomas españolas, supongo. Pero la libertad es una cárcel sin barrotes ni guardias. Y tener que escoger puede conducirte a la parálisis de la voluntad, como supo por escarmiento el asno de Buridán, que se murió filosóficamente de hambre ante dos haces de heno idénticos. No pudo decidirse por uno u otro.

Digo esto porque Casado, ese político muerto con hábitos aún de vivo, tampoco acaba de decidirse entre hundir España o despeñarla, y por eso anda distribuyendo sus quejumbres, su infantilismo barbudo, por los micrófonos de las teles, donde habla de “dejación de funciones” del Gobierno central. Y todo porque este se limita a cumplir con la ley: tanto la sanidad como la educación son competencias autonómicas. A las diferentes regiones se las regó, además, con muchos millones —un dinero entregado a fondo perdido para la reconstrucción por la crisis del coronavirus— y nunca han sido desamparadas. No hay que olvidarlo. Ahora bien, los políticos autonómicos deben ganarse el sueldo que les pagamos. Pero se ve que a algunos les cuesta.

A Ayuso, por ejemplo. Ayuso, que se mueve en zigzag, como las serpientes, y que nadie piense mal, exigía hace unos meses que se acabase inmediatamente con el estado de alarma para que las autonomías se sacudieran el paternalismo del Gobierno. Algún president llegó a decir que, si su terruño o terruñet fuera independiente, ya habría acabado él con el coronavirus. A día de hoy, esa Comunidad es una de la que más contagios acumula. Y no será porque la gestión sanitaria le pertenezca al Gobierno central, insisto. Por su parte, Ayuso clamaba, no hace muchas lunas: “El mando único solo sirve para imponer”. El 15 de agosto mudaba de opinión, como las culebras de piel, y que nadie piense mal, y exigía a Sánchez que tomara las riendas de la situación. O sea, que el Gobierno cargara con el fardo de la libertad que Ayuso —por miedo o por estar enamorándose cada día más de sí misma— no se atrevía a ejercer.

Y ahora que llega el infierno tan temido, que diría Teresa de Ávila, o sea, el regreso a las aulas, en Madrid se sigue improvisando. Y gracias a que los sindicatos de enseñanza anunciaron una huelga, que, si no, Ayuso ni se toma la molestia de improvisar. ¿Para qué? El martes anunció un curso urgente de maquillaje político. Contrataría —temporalmente, claro, que la precariedad está en la genética laboral del PP— a unos 11.000 profesores y destinaría una pedrea de millones a educación. Sindicatos, profesores y padres juzgan insuficientes las medidas. Y yo, vergonzosas y ridículas. Sobre todo, porque, hace meses, Ayuso ya decidió suprimir más de 14.000 plazas escolares públicas —desde infantil a bachillerato— para el curso que está a punto de comenzar/descarrilar.

En fin, se puede vivir sin cabeza, como demostró D. E. Harding en un libro célebre y nos confirman a diario ciertos políticos, pero no se puede vivir sin estómago. Y algunos dirigentes tienen la virtud de revolvérnoslo. Por cierto, ¿alguien sabe dónde está Ángel Gabilondo?