La razón y la experiencia histórica demuestran que el prejuicio religioso constituye un serio obstáculo para el pleno desarrollo de la libertad y la felicidad de los individuos. La Iglesia exige fe y sumisión bajo el temor de un dios implacable, con amenazas de tormentos infernales y con promesas de goces y felicidad paradisíaca celeste.

El desarrollo del pensamiento ateo ha sido históricamente tortuoso y contradictorio. Pero las manifestaciones de este desarrollo han sido eslabones hacia el ateísmo consecuente. Ante el juicio de la razón, la religión en su conjunto resulta decididamente condenada. No obstante, la superstición religiosa organizada mantiene todavía estrechas alianzas con el poder político y económico, con la moral y con la cultura. Tal superstición permite y sustenta el influjo que la irracionalidad ejerce sobre nuestra época, en forma de integrismos y fundamentalismos.

Hemos visto como el Estado se entromete en la conciencia personal y colectiva, sin garantizar, como mandata la Constitución, los derechos vinculados al libre desarrollo de la personalidad, como son la libertad ideológica, religiosa y de culto. Conocemos como el Estado se entromete en la conciencia personal y colectiva, al dotar de oficialidad la asignatura de religión católica en la escuela. Conocemos como el Estado se entromete, desde un punto de vista religioso, en el derecho a decidir de las mujeres, reformando la ley de interrupción voluntaria del embarazo. Conocemos como el Estado se entromete en las conciencias, al establecer protocolos religiosos católicos en los actos de Estado. Conocemos como el Estado incumple la Constitución contra la igualdad de los ciudadanos ante la ley y el respeto a su libertad de conciencia.

Hemos llegado al convencimiento del papel del ateísmo como catalizador de fuerzas transformadoras. La Federación Internacional de Ateos está integrada por hombres y mujeres seguros de la necesidad de prescindir de la idea de dios, de combatir el error fatal de esta creencia y de acotar progresivamente la influencia de las religiones y de sus ideologías afines en nuestras respectivas sociedades, que representa una amenaza para el pleno desarrollo de los derechos y libertades civiles en los sistemas políticos.

En un mundo dividido por la ignorancia, sólo el ateo rechaza negar lo evidente: la fe religiosa promueve la violencia humana a un nivel asombroso. La religión inspira la violencia: a menudo las personas matan a otros seres humanos porque creen que el Creador del Universo quiere que así lo hagan. Los ejemplos de este tipo de comportamiento son innumerables, siendo el más destacado el de los terroristas suicidas jihadistas. De otra parte un número cada vez mayor de personas se encuentran inclinadas hacia el conflicto religioso, simplemente porque su religión constituye el corazón de sus identidades morales. Una de las patologías duraderas de la cultura humana es la tendencia a educar a los niños en el temor y a demonizar a otros seres humanos en base a la religión.

Sólo el ateo aprecia lo misteriosa que es nuestra presente situación: la mayor parte de los seres humanos creen en un Dios que, en todos los aspectos, es tan fantástico como los dioses del Olimpo; ninguna persona, independientemente de sus méritos y capacidades, puede acceder a un cargo público en los Estados Unidos si no afirma estar totalmente convencida de que ese Dios existe; y una gran parte de la política pública responde a tabúes religiosos y a supersticiones propias de una teocracia medieval.

El ateísmo es un término que ni siquiera debería existir. El ateísmo no es más que la protesta manifestada por la gente razonable en presencia del dogma religioso. El ateo es simplemente una persona que cree que los que afirman no dudar jamás de la existencia de Dios son los que están obligados a presentar pruebas de su existencia y de su benevolencia, considerando la destrucción implacable de seres humanos inocentes de la que somos testigos a diario en el mundo.

Es inevitable preguntarse cuán enorme es y debe ser una catástrofe para que sacuda la fe del mundo. El Holocausto nazi no lo hizo. Tampoco el genocidio de Ruanda, aunque hubiera sacerdotes armados con machetes entre los autores. Quinientos millones de personas murieron de viruela en el siglo XX, muchos de ellos niños. Los caminos de Dios son inescrutables dicen. Parece que cualquier hecho, no importa lo desgraciado que sea, puede ser compatible con la fe religiosa. En los asuntos de la fe, hemos perdido cualquier tipo de contacto con la realidad. Ahora vivimos el trágico ejemplo del Estado genocida de Israel contra el pueblo palestino y la infinidad de guerras, promovidas por el ser humano y que si existiera un Dios benevolente no podría consentir.

Es absurdo sugerir, como hacen los religiosos moderados, que un ser humano racional pueda creer en Dios simplemente porque esta creencia le hace feliz, porque alivia su miedo a la muerte o porque otorga sentido a su vida. Lo absurdo se hace obvio en el momento en que cambiamos la noción de Dios por alguna otra proposición de consuelo.

Las personas de fe afirman que Dios no es responsable del sufrimiento humano, pero la incoherencia surge cuando se afirma que Dios es a la vez omnisciente y omnipotente. Si Dios existe, no puede hacer nada para detener las más terribles calamidades o no se preocupa por hacerlo. Dios, por lo tanto, es impotente o malvado. Algunos dicen que Dios no puede ser juzgado por las simples normas humanas de moralidad. Pero las normas humanas de moralidad son precisamente las que los fieles emplean en primer lugar para establecer la bondad de Dios. Y cualquier Dios que se preocupe por algo tan trivial como el matrimonio gay, o el nombre por el que los fieles se dirigen a él durante el rezo, no es tan inescrutable como parece. Si existiera, el Dios de Abrahám sería bastante despreciable: no sólo sería indigno de la inmensidad de la creación, sino que sería indigno hasta del propio ser humano.

El objetivo de la civilización no puede ser la tolerancia mutua ni la irracionalidad manifiesta. Aunque todos los partidarios del discurso religioso liberal han acordado pasar de puntillas por aquellos puntos en los que sus visiones del mundo chocan frontalmente, esos mismos puntos seguirán siendo fuentes de conflicto perpetuo para sus correligionarios. La corrección política, por lo tanto, no ofrece una base duradera para la cooperación humana. Si la guerra religiosa debe hacerse inconcebible para nosotros, del mismo modo que ya lo son la esclavitud y el canibalismo, ello sólo será posible si prescindimos de todos los dogmas de fe.

Auschwitz, el Gulag y los campos de la muerte no son ejemplos de lo que ocurre cuando la gente se hace demasiado crítica con las creencias injustificadas; al contrario, estos horrores son un testimonio de los peligros que conlleva el no pensar lo bastante críticamente sobre ideologías seculares específicas. Está de más decir que un argumento racional contra la fe religiosa no es un argumento para abrazar ciegamente el ateísmo como dogma. El problema expuesto por el ateo no es otro que el problema del dogma mismo. No existe ninguna sociedad en la historia escrita que haya sufrido porque su gente se volviera demasiado razonable.

Soy ateo porque es la base para un humanismo alejado de dogmas y opresiones. Entre la fe en un dios imposible, escojo a la humanidad imperfecta, libre de historias sagradas, de religiones y sectas dominadoras. Lo que nos caracteriza a los ateos, no es tanto la difusión de la idea −algo que queda en el ámbito de lo íntimo y personal−, sino la defensa del laicismo: una sociedad sin ataduras de índole religioso, en libertad y en igualdad de condiciones y oportunidades. La conciencia social y la política unidas para el bienestar general. La religión no puede convertirse en creencia probada y verdad inamovible, a través del poder institucional. La fe religiosa, es a fin de cuentas, el acto de dejar de razonar. Soy ateo porque la razón es el máximo atributo del ser humano.

La fe religiosa es un poderoso obstáculo al diálogo. La religión no es más que el área de nuestro discurso en la que la gente se protege sistemáticamente de la exigencia de aportar pruebas en defensa de sus creencias firmemente sostenidas. El pensamiento libre no se detiene jamás ante el fetichismo.

Ha llegado el momento de converger en una sociedad, que se concrete en una lúcida y efectiva conspiración contra todo tipo de irracionalismo.