El miércoles, Ignacio Aguado le propinó a Ayuso unos cuantos requiebros de clavel antes de marcharse de la rueda de prensa tan enfurruñado como había llegado. Irresponsable. Mentirosa. Temeraria. Eso la llamó. Incluso insinuó la sospecha de si la presidenta de Madrid no se habría vuelto definitivamente loca por convocar elecciones anticipadas con el único fin de salvaguardar sus propios intereses y no los del ciudadano, lo cual es cierto.

Por de pronto, Ayuso, que es un injerto de Donald Trump en la gallina Caponata, o sea, algo entre lo atroz y lo infantil, o solo atrozmente infantil, impedirá con su capricho de cacique que lleguen nada menos que 600 millones a las pymes, a las que la presidenta hipócritamente asegura defender.

Cada vez más aznarizada, Ayuso deja la poltrona sin haber presentado unos presupuestos, sin haber aprobado leyes importantes y con una nefasta gestión de la pandemia. Eso sí, se marcha habiendo fanfarroneado mucho en Twitter y en los micrófonos. Eso se le da bien. No sé si su consejero áulico, Miguel Ángel de la cosa, le habrá advertido que al que realmente beneficia el adelanto electoral es a Vox. No en vano Rocío Monasterio, la chica Bond de la ultraderecha, le reclamaba a Ayuso que convocara elecciones. Por algo sería.

En fin, los lloros de Aguado el otro día estaban entre una terapia matrimonial y una canción hiperventilada de Pimpinela. Uno miraba al pobre hombre en las imágenes de la tele con hastío mientras se preguntaba por qué Aguado no se puso tan solemne y gritó ¡basta! cuando Ayuso dejó morir a cientos de miles de ancianos en las residencias. O por qué no le retiró su apoyo cuando supimos que la construcción del Zendal —un galpón de gauchos más que un hospital moderno— nos costaría a los madrileños muchísimos millones más de los presupuestados, una factura que ya iríamos pagando con recortes y Trankimazin. O por qué Ciudadanos, que presume de liberal y demócrata, sigue amancebándose con la ultraderecha reaccionaria en varias comunidades. Lógico que Aguado sienta miedo y lloriquee asustado. A su partido están a punto de borrarlo sin demasiado Photoshop de la foto de Colón.

¿Y la izquierda, o lo que solo muy piadosamente podría llamarse izquierda? Pues tecleando deprisa y corriendo una moción de censura que evite la convocatoria de elecciones. ¿Es ahora cuando el PSOE y Más Madrid se dan cuenta de que Ayuso es un peligro para Madrid? ¿O solo presentaron la moción de censura para ganar tiempo hasta que cuelguen una petición de candidatos a la CAM en Milanuncios.com?

Así las cosas, es comprensible que muchos ciudadanos, hartos de tanto circo sin pan, premien con un corte de mangas la política española, panfletaria y mediocre. Motivos tienen, pues desde hace mucho tiempo la política es meramente autorreferencial, algo así como la función metalingüística de Jakobson, esa que utiliza el lenguaje para hablar de sí mismo.

La política, efectivamente, está desvinculada cada vez más de los problemas de los votantes y se reduce a un obsceno juego por el poder, a la teatralización mediática, a ridiculizar al adversario, a prometer edenes de chichinabo y a proferir disparates egóticos en Twitter para excitar a la jarca. Esta es la política que padecemos. Una política de consumo, fachendosa, aspaventera, narcisista, lumpen e infantiloide.

Porque los problemas serios no se abordan. Ni en la política regional ni en la nacional. Me refiero, entre otros, a impedir la evasión de impuestos; a derogar de cabo a rabo la reforma laboral y la ley mordaza; a emprender las tan necesarias como urgentes correcciones fiscales; a edificar viviendas sociales; a revisar la división internacional del trabajo para no depender en exclusiva del turismo; a sacar a los muertos de las cunetas y a los jóvenes del paro; a castigar la corrupción institucional, como la de la monarquía, esa empresa privada familiar; a fumigar el poder judicial, cada vez más enfermo y politizado; a fortalecer, en fin, la democracia para que sea lo que nombra etimológicamente la palabra y no la oligarquía de partidos que realmente es.

Una oligarquía a la que los poderes mediáticos le bailan el agua e incluso algunos de ellos blanquean a Vox, y todo porque a los grandes empresarios les importa menos España que sus negocietes, y el de Abascal es el partido de la patronal. Lo demuestra que bastó una leve presión de los muchachos de Garamendi para que Vox —y no el PP ni Cs— salvara el decreto ley que regula el reparto de los fondos europeos, los famosos 140.000 millones. La ultraderecha no lo hizo por España, que le importa una higa, naturalmente, sino por obediencia a la CEOE, que exigía que ese dinero se destinara —cómo no— “preponderantemente al sector privado”. Y ya se sabe que, si el PP es ultraliberal en lo económico, Vox lo es con tres copazos más.

Cuando escribo esta columna, aún no está claro si se convocarán o no elecciones en Madrid. Líos judiciales, para variar. Pero de convocarse finalmente, y aún con la imagen de Aguado, Ayuso, Gabilondo y demás en la memoria, me pregunto qué ocurriría si nadie fuese a votar el próximo 4 de mayo. Y no por apatía, no, sino por exigir aire limpio, regeneración. Que estamos hartos de que nadie abra las ventanas desde los tiempos de Carlos III, de que Madrid apeste a habitación de enfermo sin ventilar.