El pasado 25 de noviembre, mientras tratábamos de adaptar a las circunstancias los actos por el día contra la violencia de género, una noticia lo cambiaba todo. Y, aunque parezca mentira en estos tiempos, nada tenía que ver con el coronavirus.

Diego Armando Maradona había fallecido. Su cuerpo, machacado por los excesos a que le había sometido a lo largo de su vida, decidió dejar de funcionar. Algo que, por doloroso que resulte, no debería extrañar demasiado.

Pero, de repente, se desató la histeria colectiva. Las televisiones cambiaron lo que tenían programado acerca de la violencia de género por documentales en memoria del ídolo del balompié y las redes mandaron al abismo del olvido los hashtags referentes a la violencia machista para aupar a la cabeza todos los relacionados con el difunto.

No seré yo quien le niegue respeto, pero hasta ahí llego. Me parece el colmo de la hipocresía elevar a los altares a quien en vida fue cualquier cosa menos un ejemplo. Tanto es así que hasta se considera el no va más lo que no fue sino una trampa que nadie sancionó, utilizar la mano en el fútbol, la famosa ‘mano de Dios’. Y eso por no hablar de sus adicciones y de sus comportamientos más que conocidos.

La muerte de Maradona ha puesto las cosas en su sitio. Podremos fingir que nos importa la violencia sobre las mujeres, los derechos humanos y todo tipo de valores, pero, llegado el caso, nos rendimos ante eso que llaman el deporte rey y que no es sino el negocio rey. Porque si Maradona hubiera tenido el don para ser gimnasta, jugador de hockey o judoca en lugar de ser futbolista, nadie le hubiera encumbrado a las alturas par después dejarle caer desde lo más alto. Porque la gimnasia, el hockey o el judo no dan millones. Si el don del Pelusa hubiera sido para cualquier otro deporte, su muerte hubiera importado poco y, probablemente, no se hubiera producido todavía. Y, desde luego, de haberlo hecho no hubiera eclipsado al 25 N y nuestra hipocresía seguiría intacta.

No voy a decir que no lo sienta, ni tampoco lo contrario. Pero sí diré que su muerte me duele mucho menos que las de todas las mujeres que fueron asesinadas por violencia de género, cuya memoria se homenajeaba en el mismo instante en que la muerte del ídolo las volvió de nuevo invisibles.

Lo que más me preocupa es el pésimo ejemplo que damos a la juventud con estas prioridades. Ojalá no lo sigan.