Supongo que, los patriotas de Vox, no habrán celebrado que el manacorí haya hecho historia en el tenis español y mundial. Que el español Rafa Nadal, se haya convertido en el mejor tenista de la historia de este deporte, siendo el primero, y el único hasta el momento, en ganar 21 Grand Slam.  

El ciudadano Nadal que, frente a otros diosecillos, o endiosados mortales del mundo del deporte, hacen lo que parece imposible y, sin embargo, llevan una vida discreta con su familia, con su pareja de toda la vida, no crean estructuras financieras opacas para defraudar a su país, y se sienten orgullosos de arrimar el hombro, no sólo con sus impuestos, sino, además, cada vez que hace falta en cualquier lugar azotado por la desgracia o la necesidad. El ciudadano Nadal que, además de los insultos de la prensa serbia, tuvo que aguantar los improperios de las jaurías en redes de Santiago Abascal y sus correligionarios, por usar el sentido común y declarar en la polémica del chulesco antivacunas y nacionalista peligroso Novak Djokovic:“ Me sabe mal por él, pero Novak sabía las condiciones de antemano. Si quisiera haber jugado, podría haberlo hecho sin problemas".

Vamos, lo que pensábamos todos los que tenemos un poco de sentido común, y no hacemos del tema de la salud un cambalache electoral y propagandístico con mensajes que cuestan muertes. Pero hablemos de lo que importa, y no de patriotas de cartón piedra, que “dicen patria y la venden”, como escribió el maestro Antonio Machado, refiriéndose a los abuelos de éstos. Sigo la trayectoria del tenista Rafael Nadal desde casi sus comienzos. No sólo por el interés que me ocasiona la superación humana a través de las disciplinas artísticas, intelectuales o deportivas -es parte de mi formación clásica, qué vamos a hacerle- lo cual conforma una estructura de pensamiento muy particular sobre la amplitud de la cultura, que debe ser una concepción abierta y no elitista, aunque sí exigente.

A esto hay que añadirle una cuestión menor por anecdótica, aunque importante para mí, y es la manía de indagar en personajes consagrados por sus logros humanos, de la historia o del presente, nacidos como yo bajo el signo de los gemelos -es lo que los andalusíes llamaban las “ciencias pretéritas, basándose en los estudios de Aristóteles sobre la astrología que él consideraba una ciencia más- y entre los que hay personajes de disciplinas tan dispares y tan admirados como Errol Flyn, Federico García Lorca, Tony CurtisSir Lawrence OlivierLuis Rosales o Marilyn Monroe. Da la casualidad, además, que el sobrehumano Nadal y yo compartimos día y mes de cumpleaños, como me ocurría con mi querida y admirada amiga la escritora Dulce Chacón, motivo durante muchos años de cierto ritual amistoso de felicitaciones mutuas.

Bobadas aparte, lo que más me sedujo de Nadal desde el principio, es su capacidad de superación y lucha, propia de personas con una enorme fortaleza no sólo físicas sino mentales y espirituales. El deportista Pete Sampras aseguró en unas declaraciones sobre el de Manacor cuando logró ser número uno del mundo del tenis: “Rafa es un gran luchador y realmente me impresiona. Está completando su mejor año y claramente debe ser el número uno. Me parece increíble lo que es capaz de hacer y creo que cada vez lo hará mejor”.

Lo ha demostrado a lo largo de toda su carrera, fulgurante para la edad que tiene. Rafa Nadal ganó su primer torneo a los ocho años, en Baleares. Ha batido récords de precocidad en el circuito uno detrás de otro y, quitando a Michael Chang, es el jugador que ingresó antes –a los 17 años– en la selecta lista de los 100 mejores tenistas del mundo que elabora la ATP.

También tras Michael Chang, es el segundo jugador más joven en ganar un torneo Masters Series: con 17, llegó a la tercera ronda de Wimbledon, logro que sólo había conseguido antes Boris Becker. Además, ha sido el jugador más joven en ascender al quinto puesto de la Lista de Entradas desde que lo lograra Michael Chang en 1989. También el más joven ganador de la Copa Davis con 18 años y 187 días, superando al australiano Pat Cash, 18 años y 215 días.

Nadal ya era el jugador español más precoz en debutar en una eliminatoria de Copa Davis, cuando disputó su primer partido, el seis de febrero de 2004, ante Jiri Novak, con 17 años, ocho meses y tres días. La hazaña de convertirse en número uno del tenis mundial con 22 años, y conseguir la medalla de oro de los Juegos Olímpicos, es sólo un ejemplo de una carrera abonada con el sudor del esfuerzo personal. Roger Federer, adversario y sin embargo amigo, aseguró cuando Nadal consiguió ser número uno que “Rafa ha realizado un gran juego para conseguir ser número uno. Es lo que yo he esperado desde que alcancé la cima, que si alguien me superaba lo hiciera porque ha jugado un tenis excelente, ganado los mejores torneos y dominado el circuito. Por eso creo que, sin ninguna duda, Rafa se lo merece”.

Este nuevo logro es un laurel más para el deporte español y mundial de un deportista que, a estas alturas, no tiene nada que demostrar. Sin embargo, su pundonor, su humildad y disciplina, son un ejemplo de una España, de una forma de ser, empeñada en sumar y no en destruir, de ofrecernos modelos edificantes y no espectáculos bochornosos.

Desde la antigüedad clásica, desde los días de Olimpia, allá por el siglo octavo antes de Cristo, cuando estos juegos fueron instaurados con una paz sagrada inquebrantable en todo el mundo heleno, los ganadores de las distintas disciplinas eran considerados divinos, y tratados como tal, siendo inmortalizados en esculturas y tratados como encarnaciones de los héroes míticos.

Hoy en día, en un mundo más descreído en el que se ensalza la nadería y el bajo vientre desde los medios de comunicación, y en el que todo es utilizable como arma arrojadiza, yo quiero dedicar estas líneas a un muchacho, un hombre que, como en la antigüedad, nos hace recordar de cuanta grandeza somos capaces los seres humanos cuando perseveramos en ello y nos esforzamos. Es luz entre tanta sombra. Tal vez porque, cuando esto sucede, nos acercamos, como Rafa Nadal, un poco más, a lo mejor del género humano, a dignificar ese adjetivo al que no correspondemos, a la divinidad que anida en nosotros, a la imagen de los dioses.