Cuando nos hablan de esclavitud, todo el mundo evoca las imágenes de mercados de esclavos que tanto hemos visto en películas y series de televisión. Respiramos con alivio diciendo que, por fortuna, todo esto es pasado, que la esclavitud se abolió hace mucho. Pero nada más lejos de la verdad.

Hay que admitir que las legislaciones de la mayoría de países han proscrito semejante barbarie de sus ordenamientos, pero eso no implica que haya desaparecido. Como decía sobre la materia aquel principio de Ciencias que estudiábamos en el colegio, solo se ha transformado. Nunca se destruyó.

Hoy no vemos imágenes explícitas de cadenas ni jaulas. Pero cada día, en muchos lugares del mundo, se siguen vendiendo personas ante nuestra indiferencia. Ante la más cruel e hipócrita indiferencia.

El pasado 30 de julio se conmemoraba el Día mundial contra la trata de personas. Un día muy necesario, aunque lo deseable fuera que no tuviera que alertarse sobre algo así. Pero es lo que hay.

La trata tiene su alter ego en la prostitución, y aunque no todos los tipos de trata de personas lo son con fines de explotación sexual, gran parte de su repugnante negocio acaba en prostíbulos y rotondas de todo el mundo. Una esclavitud sexual en toda regla a la que hay que sumar otras como la de menores vendidos para trabajar en condiciones infrahumanas, de niñas entregadas a matrimonios forzados o de tráfico de órganos.

Aunque nuestra hipocresía social nos impida verlo, la trata convive con nosotros cada día. En cada rotonda por la que pasamos, mirando hacia otro lado por si su presencia nos altera, o en cada prostíbulo disfrazado de establecimiento lícito en cualquier lugar de nuestra ciudad. Incluso, horror de horrores, en el cálculo del Producto interior Bruto, al que aporta en torno a un 0.40 por ciento.

Pero recordemos que sin clientes, la prostitución no existiría. Del mismo modo que nadie cultivaría melones si no se consumieran, ni fabricaría muebles si no se compraran, la prostitución no sería un negocio rentable si no hubiera personas dispuestas a pagar por esclavizar un cuerpo. Desterremos de nuestro vocabulario eso de “pagar por favores sexuales” porque nada tiene de favor lo que se hace de forma forzada.

La prostitución sigue teniendo una inaceptable aceptación social, valga la redundancia. No hay más que echar un vistazo a cualquier asunto de corrupción para comprobar que, más tarde o más temprano, aparecen estos locales como escenario de negocios o pago de servicios. Aunque no lo creamos, a diario convivimos con la esclavitud. Y a diario deberíamos rechazarla.