Sus dos únicos errores fueron no reconocer a tiempo a su asesino en aquella sonrisa de glucosa que él le dedicaba al otro lado de las velas, y no intuir debajo de sus gestos de príncipe azul las humillaciones, la lenta monotonía del odio futuro. ¿Cómo iba a adivinar aquella mujer que se infligía a sí misma la pena capital al pronunciar en el altar “sí, quiero”?

 

Unos pocos años después, sin embargo, la voz del locutor abriría el telediario con su muerte, nueva víctima de la violencia machista, mientras diferentes planos de un ataúd con rosas y lágrimas le indigestaban el yogur a un jubilado. Antes de pasar a la siguiente noticia —Kim Jong-un perfeccionando el brillo de su último juguete nuclear con la manga del jersey—, las cejas atónitas de un vecino: “Eran un matrimonio ejemplar, nadie podía esperarse una cosa así”.

Desde 2003, fecha en que se empezaron a contabilizar, ascienden ya a casi un millar las mujeres asesinadas en nuestro país por sus parejas o exparejas, una cifra que supera a la que dejó ETA durante su medio siglo de terror. Se trata de una lepra a la que urge poner remedio. Porque no es un problema que concierna únicamente a las mujeres o a las asociaciones feministas, sino a todos, comenzando por las instituciones, que más que combatir las causas del desamparo y la indefensión de las mujeres solo las hacen algo menos insoportables. Para empezar, deberían inscribir uno a uno los nombres y apellidos de las víctimas en un monumento de mármol a fin de que las vidas que les arrebataron no mueran para siempre. Y, después, dejarse de mandangas partidistas y electorales, y tomarse en serio el problema, porque no es normal lo que está pasando.

Algunos doctorísimos atribuyen estos asesinatos al clima de violencia en el que vivimos, y se preguntan si la pareja puede construirse un oasis en medio de un mundo cada vez más despiadado, egoísta, brutal, ansioso, vacío, enfermo. Difícilmente, concluyen. El matrimonio o la pareja son una caja de resonancia de los códigos imperantes en nuestra sociedad, que erige el dólar como único dios y el cálculo de beneficios como profeta. En otras palabras, la otra persona no es sino un valor adquirido, el cuerpo y la mente en que invierto mis ahorros libidinales con la doble esperanza de que me los cuide y, sobre todo, de que me los devuelva multiplicados. Desde este punto de vista, el “te quiero” está a medio camino entre la fábrica estajanovista y la caja fuerte. Un látigo que se usa bien con ternura, bien con amenazas cuando el rédito emocional disminuye.

Pero Marx también ha llegado a las alcobas, y hoy la mujer ya no pone la otra mejilla, sino que planta cara. Al declararse única propietaria de su destino y de sus orgasmos, una gran angustia le sobreviene al varón, que se traduce en una venganza de su propio miedo en el cuerpo de la mujer.

En efecto, ante el creciente ascenso social, laboral y económico femenino, muchos machomen se niegan a aceptar que el ángel del hogar les haya salido rebelde, como Luzbel, y en la barra del bar, instruidos por cubatas y prejuicios babeantes de testosterona rancia, se ufanan de ser especialistas en tetas y en saber, por tanto, qué quiere la Mujer (así, con mayúscula, como los arquetipos platónicos o las soflamas de Vox). Yo también lo sé: respeto. Lo único que desea la mujer, como todo el mundo, es respeto. Una palabra que, etimológicamente, significa “volver a mirar” y exige, por tanto, atención para impedir quedarnos flotando en la superficie de las cosas, en las primeras impresiones y en los juicios apresurados.

Ahora bien, conseguir la auténtica igualdad entre hombres y mujeres, y no la mera uniformidad que se persigue hoy en día, supondría el golpe definitivo a los peores aspectos de la cultura antropocéntrica (competencia patológica, explotación voraz de la naturaleza, insolidaridad, exterminio de tribus amazónicas, desigualdades, guerras, etc.), y el sistema neoliberal, intuyo, no estaría dispuesto a consentirlo. De ahí que las élites políticas y económicas pongan en realidad tan poco interés en lograr esa igualdad, que una cosa son los fuegos artificiales de las palabras y otra muy distinta, las llamas de los hechos.

Ahora bien, estoy convencido de que, si se alcanzara esa genuina y necesaria igualdad, el mundo sería un lugar menos hostil. Quizá entonces, solo quizá, podría actualizarse aquel modo no neurótico de relacionarnos con la Natura y el Eros que el profesor Alain Daniélou adivinó en el shivaísmo, “una religión anterior al hinduismo védico, al panteón griego, al zoroastrismo, a Abraham; la primera y fundamental, una religión naturista y no moral, extática”.

No, no estoy proponiendo, desde luego, que nos hagamos shivaítas. Estoy metaforizando con las palabras de Daniélou para que, por el camino que sea, recuperemos la cordura y la sensatez. Y ese viaje en que tanto nos jugamos deberá ser liderado por las mujeres. Con todo, nada de esto ocurrirá si de una manera u otra, con un arma o con la indiferencia cómplice, seguimos asesinándolas sin más auctoritas que la de nuestros santos cojones, esos pequeños gemelos destronados.

Destacados:

Para empezar, se debería inscribir uno a uno los nombres y apellidos de las víctimas en un monumento de mármol

Marx también ha llegado a las alcobas, y hoy la mujer ya no pone la otra mejilla, sino que planta cara

El ‘te quiero’ está a medio camino entre la fábrica estajanovista y la caja fuerte