Los mineros detectan el grisú cuando la llama de la lámpara se vuelve de un azul marchito. Los venezolanos viven en una cámara de gas al aire libre, y el azul hondo y estrellado de su bandera nacional hace rato que palideció. De manera que cualquier día Venezuela salta por los aires. Hasta entonces, los venezolanos seguirán llorando lágrimas de verdad bajo risas de mentira. Porque, salvo dos o tres, allí todos siguen la dieta Maduro, como ellos dicen, más eficaz que la Dukan. En Venezuela no hay, efectivamente, obesidad ni colesterol. Educado en la vulgata ascética y revolucionaria del padrecito Chávez, el venezolano es un faquir involuntario que recita pasajes del Libro rojo de Mao mientras languidece en la innumerable cola del pan nuestro de cada día, que, por cierto, no hay todos los días.

Lo que sí hay es miseria, suicidios, corrupción, burocracia y delincuencia. En Venezuela, o tienes el carné de la patria —una forma de control so capa de facilitar el acceso a alimentos y servicios— o te mueres de hambre. Los supermercados están vacíos, y cuando los llenan, es solo con un pollo desnutrido y transgénico que cuesta el salario de medio mes, lo que se traduce en que ocho de cada diez venezolanos viven por debajo del umbral de la pobreza. Para combatir estas cifras escandalosas, el gobierno ha decidido que se pueda rebuscar libremente, como en los países capitalistas, en las basuras de los barrios menos miserables de Caracas.

Los supermercados están vacíos, y cuando los llenan, es solo con un pollo desnutrido y transgénico que cuesta el salario de medio mes

Todo esto me lo cuenta en Madrid una anciana de casi noventa años que lleva sesenta y cinco viviendo en Venezuela. Nacida en Galicia, María es un híbrido entre una Pasionaria sin hoz ni martillo y una matriarca de García Márquez con acento vecinal de Pontevedra. Alguien que impone respeto. Pero un respeto que no nace del autoritarismo, sino de la dulzura y la bondad de sus ojos celtas.

María ha conocido dos dictaduras: la de Franco y la de Maduro. “Las dos, muy parecidas”, reconoce. La primera la obligó a abandonar España el 15 de diciembre de 1954 para no morirse de hambre. La de Maduro la impulsa a seguir luchando por la libertad en su país de adopción. Y, sobre todo, a seguir peleando por la dignidad de las mujeres. “El maltrato femenino allí es muy común”, se lamenta. María recuerda el caso de una mujer que se divorció del marido porque ya no soportaba más palizas y decidió juntarse con otro más civilizado. “Este solo la amenazaba con un revólver”, subraya la anciana. “Allí una mujer no puede vivir sola. Tiene que tener una pareja. Yo las enseñaba a valorarse como mujeres”.

Hasta su jubilación, María trabajó como cocinera de una familia española que acabaría emparentada con Jesús María Leizaola, el lehendakari en el exilio. “Gracias a ellos, que me pagaban el pasaje, pude viajar cada cuatro años a España. Nunca consintieron que me faltase de nada”.

Tampoco a Maduro, clueco de tópicos marxistas, le falta de nada. Curiosamente, es el único gordo en un país de flacos por decreto ley. Este antiguo conductor de autobuses que bendice el hambre de sus compatriotas desde la pantalla de la tele está descuartizando Venezuela en solomillos, jamones y filetes para entregársela a los hermanos cubanos y a los primos rusos a cambio de unos aviones que ya en tiempos del zar no valían ni para chatarra. Porque lo importante para Maduro es proteger al pueblo de la tentación de la democracia, ese grisú que amenaza con hacer saltar por los aires de bronce la estatua de Simón Bolívar, y para lo cual él no duda en torturar al disidente. El último, Rafael Acosta. Un capitán que acaba de morir bajo la mirada de Chávez que multiplican las vallas publicitarias a lo largo y ancho del país.

Maduro tiene miedo. O eso al menos cree María. Su régimen es un perfume de manzanas podridas, que es a lo que huele claustrofóbicamente el grisú. Dicho de otro modo, la dictadura tiene los días contados. Y la gente vive de esta esperanza como de un pan metafísico y candeal. Maduro presiente su fin. De ahí que, para granjearse la confianza del pueblo, echara a desfilar el pasado 5 de julio, Día de la Independencia, a los milicianos, pero no abrazados a fusiles, sino a poco marciales cajas de cartón. Las cajas de comida —harina de maíz, un paquete de arroz, pasta y leche— que el dictador reparte cada dos meses a los diez millones de obligados chavistas que aún no se han marchado del país dando un portazo. O, por decir mejor, del narcopaís creado por Diosdado Cabello, el segundo de a bordo de una Venezuela a la que ya no salva ni la belleza tropical de las misses, porque se hunde como el Titanic desde que Guaidó fue reconocido como presidente interino por más de cincuenta gobiernos extranjeros.

Pero el hundimiento puede ser lento. Algo que a María no le importa. “Mi vida fue muy linda, llena de satisfacciones, siempre dedicada a los demás”, dice. En breve, volverá a su barrio de Caracas, porque sabe que todas las dictaduras están hechas de cenizas. Y sonríe al presentir que cualquier amanecer de estos los venezolanos reirán de verdad mientras Maduro, esta vez, no llorará lágrimas de mentira.