Hay acontecimientos que quedan siempre en el recuerdo. Y a los que la Historia añade esa pátina personal que nos redirige a lo que hacíamos mientras el mundo se convulsionaba.

El 23-F es uno de esos hitos. Acabamos de conmemorar que hace cuarenta años de aquello y la mayoría de personas que vivíamos somos capaces de recordar con pelos y señales dónde estábamos entonces.

Por supuesto, no soy una excepción. He contado una y mil veces que estaba haciendo ballet en la academia donde practicaba cuando apareció mi tío, en cuya casa me alojaba entonces por enfermedad de mi padre, y me obligó a marcharme tal cual estaba, con el maillot y las zapatillas de punta puestas, y con el fastidio que me supuso dejar de ensayar la variación de Giselle que me encantaba.

No fui consciente del peligro. Tampoco lo había sido cuando, un rato antes, escuchaba los tiros en vivo y en directo en la radio del autobús escolar. Ni lo fui siquiera cuando una tía mía corría como loca comprando sacos de lentejas y de azúcar, algo incomprensible para quienes no hemos vivido una guerra.

Pero no tardaría en serlo. Si alguien conoce el sonido de unas zapatillas de punta sobre el suelo -por livianas que parezcan cuando las bailarinas vuelan, llevan unos refuerzos de yeso que destrozan los pies- me entenderá. El sonido de mis pasos sobre el suelo de las calles del centro de Valencia, de repente solitarias, se me quedó grabado. Un sonido que pronto fue eclipsado por un ruido grueso y sordo a un tiempo, algo que no había oído nunca y espero no volver a oír. En ese momento lo ignoraba, pero era el ruido de un tanque avanzando y haciendo temblar el suelo, mientras un hombre uniformado nos instaba a disolvernos a un comando tan peligroso como en que formábamos una niña, una veinteañera y su padre, mi tío, un intelectual incapaz de matar una mosca.

Esos sonidos, unidos al temblor del flexo de mi cuarto al paso de los tanques, me han acompañado toda mi vida. Son los ruidos del desconcierto, de lo incomprensible, del miedo de quienes vivieron la Guerra a que se repitiera, de su espanto al escuchar idénticas palabras que las del comienzo de la contienda.

A mis catorce años comprendí de golpe que las cosas no vienen dadas, que pueden cambiar a peor en cualquier momento y que lo bueno hay que cuidarlo para que no perezca. Y que la democracia es una de esas cosas. Hay que cuidarla cada día. Y hoy, cuarenta años más tarde, hay que seguir haciéndolo.