El fin del mundo es un algoritmo que está en todas partes y en ninguna. El fin del mundo ya no empieza en el cabo de Touriñán, el punto más occidental de España, donde el mar es un acordeón blanco de olas, un joyero repujado de náufragos, un camerino de violencia. Y donde la espuma sigue hablando el idioma gutural de los monstruos de Heródoto, pues aquí principiaba el reino de los muertos, al menos en la escatología celta. “Lo bello no es sino el comienzo de lo terrible”, dijo Rilke. Y en Touriñán, en plena Costa da Morte, este verso debería figurar devocionalmente en los paneles informativos que están al pie del faro, el cenobita de estas soledades de piedra y tojos.

Los tiempos cambian y nuestro fin del mundo es menos poético que el de romanos y celtas. Comienza en esa lente minúscula que te observa desde el móvil o en las cámaras de vigilancia biométrica suspendidas en las paredes de los edificios. Nuestra alma también se ha transformado y ya no es invisible como en la Antigüedad. Ahora, ocupa miles y miles de gigas en las bases de datos. No importa que no quieras venderla. Te la succionan a través del micrófono del móvil, a través de Google Maps, a través de las televisiones inteligentes, a través de las filtraciones de la IP de tu ordenador.

Anubis es un informático de Silicon Valley con bondadosas manos de carnicero que ya no necesita una balanza para pesar tu corazón. Le basta con un algoritmo para servírselo con cebolla a la diosa devoradora de los muertos. O, si has sido bueno, para premiarte con un viaje gratis a Tailandia en la próxima reencarnación.

Hic sunt dracones (“Aquí hay dragones”), prevenían los cartógrafos medievales a los viajeros sobre las regiones desconocidas y, por tanto, peligrosas. Lo escribieron al lado de este trocito respingón de tierra que es Touriñán. Y hoy deberíamos escribirlo debajo de los miles de cámaras que nos vigilan en las calles, en el metro, en las tiendas, en las universidades, en los organismos oficiales, en las autovías, en las estaciones de tren y autobús, en los aeropuertos. La tecnología de reconocimiento facial ayudará, dicen, a descubrir rápidamente entre la multitud a un criminal. Pero evitan contarnos que también identificará al disidente político en los países totalitarios. O a la adolescente que abortó en Londres a escondidas de las aleyas del Corán.

Lo que a algunos les parece la luz del progreso es solo el resplandor de la hoguera que está devorando el viejo mundo —o sus despojos—, cimentado en los derechos sociales e individuales, en lo poco, en fin, que queda de democracia. Dentro de unos años, el mundo se transformará en una penitenciaría al aire libre en que todos llevaremos grilletes digitales. Pero para entonces la conciencia ya estará privatizada y el individuo habrá olvidado que la violencia, la barbarie, el fanatismo, el crimen, el odio no se combaten solo con porras ni con cámaras.

Cuando llegue el fin del mundo, habremos antepuesto definitivamente la seguridad a la libertad, un don por el que se debe arriesgar la vida, como nos enseñó Cervantes. Pero no te aflijas demasiado. Siempre podrás cerrar los ojos y seguir contemplando el mar embravecido de Touriñán. Quizá esta última ola que llega del reino de los muertos te ayude a sobrevivir.