Han terminado las navidades, por fin. Digo por fin porque, a los que ya tenemos cierta edad y nos van faltando más de los imprescindibles, los que hacían que estas fechas tuvieran un propósito y su sentido, no solo no nos alegran, sino que nos entristecen. Se nos han ido muchos buenos amigos y referentes, tantos que no he podido escribir sobre todos ellos y me duele, porque han formado parte de mi vida, como en el caso de Concha Velasco, que empezó siendo una muchachita de Valladolid, o la Chica de la cruz Roja, para ser una gran señora de la escena española, con la que no se portó bien casi nadie. En el mismo año quien le diera algunos de sus mayores éxitos teatrales, el escritor Antonio Gala, también la periodista y comunicadora María Teresa Campos, Laura Valenzuela, Carmen Sevilla, o María Jiménez, entre otros. Los conocí a casi todos, y tuve amistad prioofnda e íntima con algunos de ellos. Siento que su pérdida no es sólo una cuestión de cornología biológica, sino un signo de los tiempos en los que cada vez tenemos menos referentes vivos de peso, y más vendehúmos de tres al cuarto…

Tampoco es que el mundo esté para creerse mucho lo de la paz universal, ni las buenas intenciones cuando, en el lugar donde se supone que sucedió todo esto que conmemoramos, no han parado ni en la natividad de matarse unos a otros, y eso que las tres culturas monoteístas la llaman “Tierra Santa” y reclaman aquel pedazo empapado de sangre desde siglos como suyo. “Tenemos la obligación de la alegría”, decía la Madre Teresa de Calcuta, santificada por el Papa Juan pablo II, el mismo que la amonestaba y la amenazaba con la excomunión por repartir a preservativos a las prostitutas para que no se le murieran en los brazos, como tantas antes.

Es curioso como la muerte también es utilitaria para los vivos, y los mismos que no hicieron nada por ayudar usan a los difuntos, que ya no pueden decir nada, en su propio beneficio: da igual que se trate de la madre Teresa, de Concha Velasco, o de los pobres palestinos… La vida es así de irónica e inexplicable, y tal vez, de todos los buenos propósitos de año nuevo, el de la esperanza, el de la alegría, resulte el más difícil de todos a tenor de lo que vemos cada día en los televisores, periódicos, dispositivos móviles y demás medios de comunicación o de anestesia, según se mire. Yo que he hecho gala de mi optimismo crónico como la más incurable y necesaria de mis cronicidades, no encuentro fuerzas, en los últimos tiempos, para aferrarme a una brizna de luz entre tanta sombra: Ucrania, Palestina, Nicaragua…Por no hablar de los cotidianos sinsabores y decepciones del día a día, en la política nacional e internacional, en la cultura, en las familias, o en los círculos de amigos, donde hay que caminar como quien pasea por un campo de minas por lo enrarecido y envenenado que está todo…

De rondón, y cuando aún no han quitado las frías luces ornamentales de las ciudades, nos han subido todos los servicios y suministros: gas, electricidad, transportes, impuestos, alimentos…Como si detrás de papá Noel o de los Reyes Magos, los demonios de la macroeconomía y las latas finanzas enviaran a sus secuaces a hacernos un poco más pobres y miserables de lo que ya somos. No se engañe nadie: esta maquinaria está construida para alimentarse de nuestra sangre como en las películas de ciencia ficción. La realidad sigue siendo más aterradora que las fantasías literarias o cinematográficas. Si alguien me tiene algún buen propósito de sobra en que apoyarme para arrancar el año, que me lo preste por favor. Hace mucho tiempo que sé lo que esconden las campañas publicitarias y nuestro mundo se parece cada vez más a una mezcla de Matrix y Los Juegos del hambre, salvo que aquí no hay actores que interpretan, somos todos nosotros los usados, tirados y olvidados cada día.

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