Sé muy bien que Las bucólicas de Ovidio no están de moda, y que no es buen tiempo para la lírica. Pero desde que tengo uso de razón nunca he dejado maravillarme ante cada primavera, sean cuales sean las circunstancias de este mundo loco. Aun en medio de guerras terribles, de un mundo en el que el desprecio a las personas y a la vida se está volviendo lo habitual, sigue renaciendo la naturaleza y siguen saliendo las flores.

Somos capaces de considerar como “milagros” algunos acontecimientos indemostrables, y casi siempre sustentados en supersticiones, irracionalidades y fanatismos, mientras obviamos y ninguneamos hechos reales que sí son “mágicos” y milagrosos. La forma perfecta de una simple florecilla del campo, la explosión maravillosa de vida que, con la precisión cíclica de un reloj, lleva miles de años produciéndose en cada Equinoccio de Primavera o el hecho asombroso de que una pequeña semilla pueda generar  un bosque tendrían que ser motivos suficientes para darnos cuenta de que no somos los reyes de ninguna creación, sino hijos, como todo y como todos, de la naturaleza. Mi espiritualidad es la naturaleza, dice la maravillosa ornitóloga, escritora y divulgadora científica Jennifer Ackerman, que es lo mismo que decimos, pensamos o sentimos muchos más.

Hace unos tres años guardé una entrevista que hizo el diario La Vanguardia a la investigadora francesa Emmanuelle Pouydebat por la publicación de su libro Inteligencia Animal; un libro en el que quería sacar a la luz los resultados de años investigación sobre la inteligencia de los animales, una inteligencia que, en algunos aspectos considera superior a la de las personas. Es algo, que de manera intuitiva y en base a la percepción de la realidad, hace mucho tiempo que yo he tenido claro. En la entrevista Pouydebat, que es investigadora del Centre Nationale de Recherche Scientifique, y del Museo nacional francés de Historia Natural (no es ninguna propagandista), afirma que “los animales tienen la capacidad de memorizar, de elaborar sus propias herramientas, de practicar la cooperación y la empatía, y, sobre todo, considera, son más inteligentes que los humanos porque no destruyen su entorno”.

Recordemos también la maravillosa Declaración de Cambridge, un manifiesto firmado por un grupo de científicos  de todo el mundo que querían exponer  a todo el público no científico, que la evidencia científica constata que los animales no humanos tienen afectividad, conciencia y consciencia; algo que también desmiente al antropocentrismo cristiano con el que se nos adoctrina, haciéndonos creer que el resto de especies no importan nada, y dejando vía libre al abuso, el maltrato, la cosificación y el uso indiscriminado de cualquier criatura como moneda de cambio o como pura y simple mercancía. Milan Kundera dice al respecto, en La insoportable levedad del ser, que ese abuso es el mayor pecado y la gran debacle de la especie humana.

Y todo ello no es algo anecdótico. Es trascendente y vital. Leía una columna del pasado día 24 en El diario.es, firmada por Darío Pescador, que me pareció grandiosa; porque en este país nuestro, tan adoctrinado y tan insensibilizado ante la crueldad, exponer esas ideas tan sensatas y libres de prejuicios especistas no es nada frecuente. El texto de la columna expone una declaración reciente en la Real Sociedad Geográfica de Londres por parte del Instituto Earthwatch, que concluye que la especie más importante para el planeta no es la especie humana, sino las abejas. Estos pequeños insectos son los mayores polinizadores de las plantas, y la polinización es tan fundamental para todos como que sin la reproducción de las plantas toda la fauna (incluida la humana) desaparecería en un breve período de tiempo. Además de que la propia FAO admite que los insectos polinizadores contribuyen al 87% de la producción de la agricultura mundial. Ahí es nada. Sin embargo, las estamos destruyendo; la contaminación magnética a las que las sometemos con la nueva tecnología 5G las confunden, las desorientan y las estresan, lo cual puede llegar a ser un factor importante que las lleve finalmente a la extinción. Y me pregunto cómo es posible que no haya nada ni nadie que ponga freno a ese avance descontrolado de tecnologías que en muchas ocasiones pueden ser, en lugar de un avance,  un grave peligro para la vida natural y para la salud del planeta, de animales y de personas.

Parafraseando al autor, “Los seres humanos sufrimos de cierto egocentrismo innato que nos lleva exagerar nuestra importancia. La mayoría de las naciones, religiones y culturas se ven a sí mismas como el “pueblo elegido”, y durante milenios se ha perpetuado el concepto de la naturaleza al servicio de los humanos, en lugar de reconocer que somos una parte de un sistema mucho más amplio”. Se trata de ese antropocentrismo soberbio y vergonzoso que nos convierte en la única especie que es incapaz de habitar este hermoso y maravilloso planeta sin destruirle. Ojalá entre todos fuéramos capaces de revertir la situación.