Si algo nos está demostrando la pandemia, es la inagotable capacidad de los políticos de uno y otro bando para ponerse en ridículo. Hace unos días, fue Salvador Illa. Campanudo y dicharachero, el ministro divagó sobre la movilidad navideña y nos avisó de que solo se nos permitirá salir del aprisco provincial para visitar a familiares o allegados que vivan en otras regiones (allegado es el término que figura en el plan de Navidad aprobado por el ministerio y las comunidades autónomas).

Ahora bien, si lo de familiar está más o menos claro en el árbol genealógico que todos los españoles tenemos en una pared del salón, lo de allegado no es tan evidente. Y exige un comentario hermenéutico a fondo. Porque ¿qué es un allegado? ¿Un ser vivo, un adjetivo sustantivado? ¿Tiene ADN o ARN? ¿Es contagioso? ¿Cómo se reproduce? ¿Existen allegados en otras partes del mundo, bajo el permafrost o en el desierto del Serengueti, por ejemplo, o solo en la vida aeróbica del BOE?

Como eran muchas y muy legítimas las dudas que podían planteársele a la población, Illa nos aclaró profesoralmente qué es un allegado, por dejarnos nítido si podremos viajar a casa del interfecto a comer polvorones como hacíamos en el 2019 a. C. (antes del coronavirus), o nos arriesgamos a treinta años y un día de cárcel por infringir el primer mandamiento de las tablas de la ley pandémica: quédate en casa.

Durante la exégesis, el filósofo gubernamental arrugaba mucho la nariz delante de las cámaras, como cada vez que se encripta y se olvida después de la contraseña para regresar al mundo analógico y a sí mismo, y al cabo de muchas revueltas, paráfrasis, notas a pie de página y requilorios, concluía: “Un allegado es una persona que, sin tener una relación familiar clásica con otra persona, pues (sic) tenga una vinculación sentimental muy determinada”. Ni Hegel con toda su Entaüsserung nos habría confundido mejor.

En fin, como el ministro filósofo descubriera perplejos a los periodistas, tragó escolásticamente saliva y se interpretó a sí mismo: “Todo el mundo entiende lo que quiere decir allegado”. O sea, que después de llevarnos con la lengua fuera y sin cantimplora por los cerros de Úbeda y de dejarnos oscuro lo que todos teníamos claro, Illa acabó apelando a la competencia lingüística del hablante para que cada cual se saque las castañas léxicas del fuego y decida qué es un allegado; algo, después de la explicación del ministro, vaga y ontológicamente comprendido entre la vecina a la que siempre le pides sal, un primo remoto al que solo ves por Facebook y tu muñeca hinchable favorita.

Lástima que Fernando Simón no le hubiese transcrito a su jefe la definición que Covarrubias da de allegados en el Tesoro de la lengua para prevenir tanta confusión y a mí evitarme esta frivolidad de columna: “Los que se valen de la sombra de un señor y no son paniaguados suyos”. Bien clarito.