Sé que la Justicia no puede ni debe dejarse llevar nunca por las circunstancias políticas. Supongo que la juez de la Audiencia Nacional Carmen Lamela debe tener razones más que fundadas para haber ordenado unas medidas cautelares tan drásticas como las impuestas por ella al exvicepresidente de la Generalitat Oriol Junqueras y a siete exconsejeros del Gobierno que presidía Carles Puigdemont, que junto con otros tres exconsejeros se mantiene todavía en Bruselas aunque es de suponer que en breve la misma juez solicitará a los tribunales de justicia belgas la extradición de todos ellos para dictar las órdenes correspondientes de prisión incondicional.

Sé esto y, a partir de todo ello, acato estas resoluciones judiciales, como corresponde siempre en un Estado democrático de derecho, pero protesto por todas y cada una de ellas. Considero que son un despropósito enorme, sean cuales sean las razones jurídicas aducidas por la juez Lamela para fundamentar y argumentar sus decisiones. Un enorme despropósito que solo puede enrarecer todavía más la situación política y social en Cataluña, ya suficientemente complicada y tensa desde hace demasiado tiempo. Y todo esto, para acabar de complicar aún más las cosas, con la perspectiva de unas elecciones al Parlamento catalán a menos de un mes.

Habrá quienes se alegrarán quizá de esta decisión judicial. Es más que posible que quienes se alegren sean extremistas y radicales de un signo u otro. A buen seguro que ningún moderado las defenderá. Solo pueden hacerlo los que sostienen aquello tan absurdo de “cuanto peor, mejor”. Llevo ya muchas semanas sosteniendo que en Cataluña vivimos “hoy peor que ayer, pero mejor que mañana”. Ahora digo más, y me agradaría mucho equivocarme: hoy vivimos mucho peor que ayer, pero mucho mejor que mañana”.

Más de cinco años después del inicio del “proceso de transición nacional” emprendido por el movimiento independentista liderado por el entonces presidente Artur Mas, durante las últimas semanas hemos vivido la incesante aceleración del secesionismo, sobre todo después de los lamentables plenos del Parlamento de Cataluña de los días 6 y 7 de septiembre, y aún más tras la votación secreta y en urna por la que 70 de los 135 diputados autonómicos catalanes proclamaron la República Catalana. Todo esto ha sido un disparate, solo superado por la huida del expresidente Puigdemont y otros cuatro de sus exconsejeros. No obstante, lo que por ahora parece ser un último y extravagante despropósito es este “¡todos a la cárcel!”, que tiene y tendrá consecuencias negativas, política y socialmente.

Pueden estar ahora muy satisfechos, tal vez incluso felices, aquellos que, desde posiciones radicales y extremistas de un signo u otro, han defendido siempre la confrontación pura y dura, incluso violenta. Los moderados, los que llevamos tantos años defendiendo que la única solución posible a este conflicto pasa y pasará, más pronto que tarde, por el diálogo, la negociación y el pacto, somos ahora los grandes perdedores, los grandes derrotados. Porque no hemos creído nunca en aquello de “cuanto peor, mejor”. Y porque tememos mucho que el deterioro de la convivencia ciudadana y civil en Cataluña es ahora ya absolutamente irreversible y que el retorno a una mínima normalidad es hoy muy difícilmente recuperable.