La dictadura no empobreció a todos por igual. Castigó a los vencidos y protegió a los suyos. Funcionarios depurados, obreros represaliados y campesinos sin recursos convivieron con empresarios, intermediarios y cargos del régimen que hicieron fortuna en plena escasez. La miseria fue selectiva.
Esa selección no fue improvisada ni fruto exclusivo del caos de la posguerra. Respondió a una lógica política clara: premiar la adhesión y castigar la derrota. Tras la guerra, miles de empleados públicos fueron expulsados de sus puestos por su pasado republicano o por simples denuncias vecinales. Maestros, ferroviarios, administrativos o sanitarios quedaron sin salario ni derecho a ejercer su profesión. La pobreza se convirtió así en una prolongación de la represión, una condena económica que se sumaba a la vigilancia y al estigma social.
En el campo, la miseria tuvo un rostro especialmente duro. Jornaleros sin tierra, sometidos a un sistema de salarios miserables y sin capacidad de negociación, sobrevivían en condiciones extremas mientras los grandes propietarios, muchos de ellos afines al régimen, consolidaban su poder. El hambre no era una excepción, sino una constante. Para miles de familias rurales, comer una vez al día era un logro. La autarquía y el control férreo de los precios condenaron a amplias zonas a una pobreza crónica que empujó a generaciones enteras a la emigración.
En las ciudades, la desigualdad se hizo visible en el racionamiento. Las cartillas marcaban la dieta de la mayoría, insuficiente y de mala calidad, mientras el estraperlo florecía como una economía paralela. Quien tenía contactos, dinero o protección política podía acceder a alimentos, materias primas y bienes básicos. Quien no, hacía colas interminables o recurría al trueque. El mercado negro no fue solo un síntoma de escasez, sino un espacio de enriquecimiento para intermediarios protegidos por el régimen o directamente integrados en sus estructuras.
La propaganda franquista habló durante años de sacrificio colectivo y de una pobreza compartida por todos. Pero esa imagen ocultaba una realidad mucho más desigual. Mientras se pedía resignación a la mayoría, se concedían licencias, contratos públicos y ventajas fiscales a empresarios cercanos al poder. Muchas de las grandes fortunas del franquismo se consolidaron en esos años de hambre ajena. La miseria de unos fue la oportunidad de otros.
Las mujeres sostuvieron buena parte de esa supervivencia. Viudas de guerra, madres solas y esposas de represaliados cargaron con la responsabilidad de alimentar a sus familias en un contexto de escasez extrema y dependencia legal. Sin acceso al mercado laboral en igualdad de condiciones y sometidas a una moral que las relegaba al hogar, muchas recurrieron a trabajos informales, a la caridad o al Auxilio Social. La pobreza tuvo, también, un marcado sesgo de género.
La infancia fue otra de las grandes víctimas de esa miseria selectiva. La malnutrición dejó secuelas físicas y cognitivas en generaciones enteras. Niños que abandonaron la escuela para trabajar, que crecieron con enfermedades evitables y con una relación marcada por el miedo a la escasez. Para ellos, el hambre no fue un episodio puntual, sino un estado permanente. Esa experiencia dejó una huella profunda que se transmitió durante décadas.
El régimen no solo administró la pobreza: la moralizó. La miseria se presentó como prueba de fortaleza, como sacrificio necesario para la reconstrucción nacional. Se exaltó la austeridad mientras se ocultaban los privilegios. La caridad sustituyó a los derechos y la ayuda se convirtió en instrumento de control. Recibir alimentos o apoyo implicaba someterse a humillaciones, a vigilancia ideológica y a una gratitud obligatoria hacia un Estado que había creado las condiciones de necesidad.
Con el paso de los años, el desarrollismo de los sesenta suavizó algunas de las formas más extremas de la miseria, pero no borró su origen ni sus consecuencias. El crecimiento económico no corrigió las desigualdades estructurales ni reparó el daño acumulado. Muchos de los que habían pasado hambre siguieron ocupando los escalones más bajos de la sociedad, mientras los beneficiarios del régimen consolidaban su posición. La miseria dejó de ser tan visible, pero siguió siendo heredada.
Durante la Transición, esa pobreza planificada quedó en gran medida fuera del relato. Se habló de reconciliación y de modernización, pero raramente se abordó la miseria como una forma de represión. El hambre, el racionamiento y la desigualdad se diluyeron en una narrativa de dificultades compartidas que evitaba señalar responsabilidades. Nombrar la miseria selectiva del franquismo implicaba cuestionar no solo el pasado, sino los cimientos económicos del presente.
Hoy, recuperar esa historia es fundamental para entender cómo se construyó la dictadura y quién pagó su precio. La miseria no fue un accidente inevitable ni un fenómeno natural. Fue una consecuencia directa de decisiones políticas, de un modelo económico excluyente y de una represión que no se limitó a las cárceles. Empobrecer fue otra forma de castigar.
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