Para no ser fascista, lo primero es no llamarse fascista. Eso lo aprendió pronto el régimen de Franco. Bastó con borrar la palabra, cambiar el vocabulario y confiar en que el silencio hiciera el resto. El resultado fue una dictadura que prohibía partidos, perseguía disidentes y reprimía libertades mientras insistía en que aquello no tenía nada que ver con el fascismo.
La lección se interiorizó especialmente a partir de 1945. La derrota militar y moral de Hitler y Mussolini convirtió el término “fascismo” en un estigma internacional. España, que había nacido políticamente al calor de esas alianzas, entendió que su supervivencia dependía menos de una transformación real que de una operación cosmética. El franquismo no desmontó sus estructuras de poder, ni renunció a la violencia como herramienta política: se limitó a reescribir su relato. Desde entonces, el problema no fue lo que el régimen hacía, sino cómo lo explicaba.
Durante los primeros años de la dictadura, la impronta fascista era explícita. La Falange hablaba sin complejos de revolución nacional-sindicalista, los desfiles imitaban la estética del Eje y el saludo romano formaba parte de la liturgia oficial. Pero ese lenguaje empezó a resultar incómodo cuando el mundo cambió de dirección. A partir de los años cuarenta, el régimen optó por una retirada estratégica: la palabra fascismo desapareció de discursos, leyes y documentos oficiales, sustituida por términos más aceptables como “orden”, “tradición”, “unidad” o “democracia orgánica”.
El cambio no fue solo semántico, sino profundamente político. Nombrar implica asumir, y asumir significaba quedar aislado. Por eso Franco prefirió presentarse como un baluarte contra el comunismo, un aliado tácito de Occidente en plena Guerra Fría. El fascismo, convertido ya en sinónimo de barbarie, quedó relegado al terreno del insulto subversivo. Y como todo insulto dirigido al poder, pasó a ser perseguido. Llamar fascista al régimen no era una opinión: podía convertirse en delito.
La censura jugó un papel clave en este proceso. No solo prohibía textos, artículos o libros que utilizaran el término, sino que generó una autocensura social duradera. Periodistas, escritores y ciudadanos aprendieron a rodear el concepto sin nombrarlo, a describir la represión sin señalar su raíz ideológica. El lenguaje se convirtió en un campo minado donde cada palabra podía tener consecuencias penales. El franquismo no necesitaba defenderse del fascismo: necesitaba que nadie lo mencionara.
Mientras tanto, las prácticas fascistas seguían operando con normalidad. Partido único, culto al líder, eliminación del adversario político, militarización de la vida pública, subordinación del individuo al Estado, represión sistemática de la disidencia. Todo estaba ahí, salvo el nombre. El régimen había entendido que las palabras importan, y que borrar una no implica borrar la realidad que designa. Basta con dejarla sin nombre.
Uno de los pilares de este camuflaje fue la alianza con la Iglesia católica. El nacionalcatolicismo permitió al franquismo presentarse no como heredero del fascismo europeo, sino como defensor de una supuesta esencia espiritual española. La violencia política se recubrió de moral religiosa, la obediencia se convirtió en virtud cristiana y el autoritarismo pasó a interpretarse como orden natural. El fascismo, pecado laico para el nuevo mundo de posguerra, se transformó en cruzada.
En paralelo, la Falange fue perdiendo peso político sin desaparecer del todo. Sus símbolos se diluyeron, su retórica se moderó y sus dirigentes fueron integrados o desplazados según convenía. El régimen conservó lo útil —el control social, la disciplina, el aparato represivo— y descartó lo que resultaba demasiado reconocible. El fascismo ya no se exhibía: se administraba.
Fuera de España, sin embargo, la palabra seguía viva. En el exilio republicano, en la prensa internacional y en los foros antifascistas europeos, el franquismo era descrito sin rodeos como lo que era. Para miles de exiliados, “fascismo” no era una categoría académica, sino una experiencia vital: cárceles, fusilamientos, campos de concentración, miedo. Esa brecha entre el relato interior y la percepción exterior fue una de las grandes anomalías del régimen, sostenida durante décadas gracias al silencio impuesto dentro de las fronteras.
Con el paso del tiempo, el franquismo perfeccionó su estrategia. Los años del desarrollismo y la tecnocracia terminaron de enterrar cualquier referencia incómoda. El fascismo fue sustituido por el gris administrativo, por el lenguaje económico, por la promesa de estabilidad. Pero la ausencia de la palabra no significó la desaparición del legado. La represión política continuó hasta el final, igual que la negación de derechos fundamentales y la persecución de la oposición.
Tras la muerte de Franco, esa operación de borrado no se revirtió del todo. La Transición heredó parte de esa cautela lingüística. Hablar de fascismo pasó a considerarse excesivo, divisivo o poco útil para el consenso. El régimen fue redefinido como “dictadura autoritaria”, “excepcionalidad histórica” o “régimen no democrático”, fórmulas que suavizaban el diagnóstico sin cuestionar el fondo. El silencio volvió a imponerse, esta vez en nombre de la reconciliación.

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