En la España del franquismo, votar no era exactamente elegir. Era, más bien, participar en una coreografía política cuidadosamente diseñada para producir un resultado impecable: la adhesión inquebrantable al régimen. Aun así, el acto se llamaba “votar”, había urnas, papeletas, censos y un entusiasmo fotogénico que el NO-DO convertía en epopeya cívica. Si hoy intentásemos reconstruir aquella experiencia, quizá lo más honesto sería redactar un manual: la guía oficial —y no escrita— del votante ideal de una dictadura que hacía de la democracia un decorado.
Paso 1. Aceptar que votar es un deber moral, no un derecho
El primer requisito para convertirse en el votante perfecto del régimen era asumir una idea esencial: votar es una obligación patriótica. El discurso franquista convertía la participación en un acto de fidelidad a España, a la unidad, a la tradición y al Caudillo. La ciudadanía —tal y como la entendemos— no existía. Existían los “españoles de bien”, responsables de refrendar, casi por higiene moral, las decisiones previamente tomadas.
La propaganda era clara: no votar equivalía a desmarcarse de la comunidad nacional. No participar era sospechoso; hacerlo, señal de civismo. De este modo, el sufragio dejaba de ser una conquista democrática para transformarse en un examen de adhesión.
Paso 2. No preocuparse por informarse
El votante ideal sabía que informarse no tenía mayor importancia, porque todas las opciones —cuando las había— conducían al mismo destino: la continuidad del orden franquista. La prensa, sometida a censura previa hasta 1966 y después vigilada mediante la autocensura, transmitía un mensaje uniforme: unidad, estabilidad y ausencia de conflicto.
Los referéndums y procesos consultivos que jalonaron el franquismo —Ley de Sucesión de 1947 o Ley Orgánica del Estado en 1966— se presentaban como avances históricos. La ausencia de pluralismo se maquillaba mediante un lenguaje solemne: “democracia orgánica”, “comunión nacional”, “participación armoniosa”. El votante ideal no debía hacerse preguntas; su misión era absorber el relato oficial con naturalidad.
Paso 3. Ir a votar con convicción (o fingirla)
En el ritual electoral del franquismo, la apariencia era clave. Aunque nadie pudiera elegir realmente entre opciones políticas, se esperaba del votante cierto entusiasmo. El NO-DO mostraba filas ordenadas, sonrisas tímidas —o forzadas—, mujeres con mantilla y hombres trajeados que cumplían alegremente con su deber cívico.
Para el votante ideal, lo fundamental era estar presente, porque la presencia alimentaba las estadísticas. Y las estadísticas eran un elemento crucial: abultadas participaciones del 90% o resultados del 95% a favor servían de carta de presentación ante el exterior. El régimen necesitaba mostrar normalidad democrática, y la ciudadanía, aun sin saberlo, era parte del atrezo.
Paso 4. Entender que la papeleta es simbólica
En una democracia, depositar una papeleta implica tomar una decisión. En el franquismo, la papeleta era un símbolo, un objeto destinado a confirmar lo ya decidido. En los referéndums, el “sí” no competía contra el “no” en igualdad de condiciones; el “no” era casi una anomalía estadística, una nota disonante en una partitura escrita de antemano.
En las elecciones municipales por el tercio familiar o en las sindicales del sindicato vertical, el margen de elección era estrechísimo. Todo el sistema estaba diseñado para canalizar cualquier participación hacia una única dirección: la ratificación del orden establecido. El votante ideal lo sabía —o lo intuía— y asumía la lógica: votar no cambiaba nada, pero no votar sí podía tener consecuencias.
Paso 5. No mencionar la política fuera del espacio autorizado
Ser el votante perfecto implicaba mantener un silencio escrupuloso fuera de los espacios controlados. La política era materia reservada: se comentaba, si acaso, en voz baja, en círculos de confianza. La crítica abierta podía convertirse en problema; la indiferencia o el acatamiento eran sinónimos de prudencia.
Así, el acto de votar funcionaba casi como una válvula simbólica. La sociedad participaba en un ritual político que le permitía sentirse parte de algo, aunque ese algo estuviera vacío de contenido democrático. La abstención crítica era minoritaria y difícil de organizar; el miedo y la normalización del autoritarismo habían hecho su trabajo.
Paso 6. Creer (o fingir creer) en la utilidad del gesto
Finalmente, el votante ideal debía cultivar una cierta fe: la idea de que votar servía para algo, aunque ese “algo” fuera confirmar que todo seguiría igual. La propaganda insistía en que cada referéndum abría una nueva etapa o consolidaba un progreso. Y parte de la población, educada bajo la hegemonía del régimen, podía creerlo sinceramente.
La otra parte fingía. Fingía por costumbre, por inercia, por miedo o por pragmatismo. Pero el efecto era el mismo: el sistema se reforzaba.
Epílogo: el día en que votar volvió a significar elegir
Con la Transición, votar recuperó su sentido. La pluralidad, la competencia política y la libertad de opinión devolvieron al ciudadano un lugar que durante cuatro décadas había sido ocupado por un simulacro. Pero para entender la dimensión de ese cambio, conviene recordar que hubo un tiempo en el que la democracia se representaba sin serlo, y en el que el votante ideal solo tenía una misión: participar para que nada cambiara.