La semana pasada, Francia y Alemania presentaron su programa de apoyo a la reconstrucción del continente post-covid. Se trata de una propuesta centrada en el presupuesto europeo, sometida a sus regulaciones, que pretende alcanzar un total de 500.000 millones de euros sobre la base de transferencias, y no de préstamos, para las regiones y sectores más afectados por la crisis económica. La iniciativa viene a desbloquear la situación de las negociaciones, que estaba paralizada porque la Comisión Europea quería presentar una iniciativa consensuada con todos los países, algo que es a todas luces difícil de alcanzar. La idea francoalemana es positiva para los países del sur, pues supone que la financiación se realizará vía transferencias y no préstamos, y no ha sido tan bien vista por los países del norte, que ven en ella -con razón- una puerta trasera a la mutualización de la deuda. En efecto, si la deuda para financiar el programa la emite la Unión Europea y lo hace con la garantía de todos los estados miembros, estamos ante una mutualización encubierta.

Como respuesta a esta iniciativa, los países de la liga de los frugales han propuesto un fondo donde el instrumento principal son los préstamos. Esto es, un instrumento de cuya garantía ellos sólo responderían de manera subsidiaria. En otras palabras: la Comisión Europea emite bonos contra la garantía del presupuesto europeo, pero el repago no está garantizado por las futuras aportaciones de todos los miembros, sino por el repago de los préstamos que se concederían con el mismo. Un instrumento que tiene sus limitaciones, como el incremento de la deuda por parte de los países receptores, en unas circunstancias llenas de incertidumbre en los países altamente endeudados del sur de Europa.

La buena noticia sobre este instrumento es que se va centrando el tiro. Una posibilidad intermedia sería un fondo financiado por deuda y garantizado por el presupuesto de la Unión Europea, destinado a transferencias, pero cuya principal fuente de repagos es un recargo en las futuras aportaciones al presupuesto de la Unión Europea por parte de los estados que lo usen. En ese sentido estaríamos hablando de un fondo que comparte características de ambos instrumentos: la garantía es mancomunada, la financiación sería vía transferencia y los repagos serían un compromiso firme de los países que lo usen en incrementar sus cuotas a la Unión Europea hasta la completa amortización. España computaría esa cantidad como una contingencia similar a la que proporciona el futuro pago de las pensiones públicas: sabemos que tenemos que pagarlo, pero no cuenta como deuda pública. España recibiría ahora una importante cantidad de dinero para inversiones y reactivación de la economía, pero se comprometería a ser contribuyente neto del presupuesto de la Unión Europea durante décadas.

En el fondo de este camino, sea el que sea, hay una reflexión que como país debemos realizar. Sea cual sea el final de esta aventura, lo que tenemos que reconocer es que España se ve obligada por las circunstancias -y mientras siga en el Euro, y mientras la zona Euro mantenga esta estructura- a varias legislaturas de superávits primarios estructurales. Ahora, desde luego, no. Ni el año que viene ni quizá el próximo. Pero mirando a largo plazo, en otras palabras, hay que reconocer que se acabó la época de los regalos públicos. Se acabaron las bajadas de impuestos en época electoral, y se acabaron las subidas injustificadas de gasto público. Cada euro de más que nos gastemos a partir de 2022 deberá ser justificado por análisis de coste-beneficio y de utilidad pública, y deberá ir acompañado por una fuente de financiación. El trabajo que está desarrollando la AIReF con la revisión del gasto público debería ser la regla y no la excepción. Las nuevas políticas públicas deberán estar justificadas con la adecuada evidencia y pensando en su sostenibilidad a largo plazo.

El gobernador del Banco de España ha pedido un acuerdo de varias legislaturas para garantizar que el plan sale adelante: habrá que subir impuestos y tendremos que restringir los nuevos gastos. El período de hacer este ejercicio no puede precipitarse, pues ahora lo que toca es sostener la economía usando el déficit público como estabilizador y estimulante. Un plazo de recuperación de nuestras cuentas públicas debe llevarnos, más tiempo del que nos llevó el último -unos nueve ejercicios presupuestarios- lo cual nos aboca al año 2033 como pronto. No debemos acelerar atolondradamente ese proceso -pues el riesgo de recaída sería enorme- ni procrastinar con inciertos ingresos. España debería comprometerse desde ya, y de manera firme e inequívoca, por parte de los partidos de gobierno, con una estructura fiscal que prime la suficiencia de ingresos -seguimos con varios puntos por debajo de la media de la Unión Europea- y la eficacia y eficiencia del gasto -reformulando en profundidad programas cuya eficacia es, en el mejor de los casos, dudosa, cuando no contraproducente. Una estructura fiscal que ataque los cuatro grandes retos que España tiene por delante: la demografía, la desigualdad insoportable, la transición ecológica y la revolución tecnológica.

¿Austeridad? Sí. Pero una austeridad reequilibradora, inteligente, paciente. Una austeridad en el mejor sentido de la palabra, no aquella que nos aboca al precipicio en el peor momento del ciclo económico. Una palabra maldita de la que debemos recuperar su significado profundo. Con otras reglas fiscales y monetarias, o completamente fuera de la eurozona, quizá podríamos permitirnos otras cosas menos dolorosas y quizá más eficaces, como monetizar nuestra deuda y esperar que la inflación lo arreglara todo, como han hecho en el Reino Unido. Pero mientras eso no ocurra, no nos queda más remedio que ser realistas.

Parece ciencia ficción en un país donde la política consiste fundamentalmente en jugar con el presupuesto público. Pero no va a tocar más remedio que hacerlo: una reforma fiscal en profundidad, que mire a los dos lados: impuestos y gastos, un programa realista y acompasado de cumplimiento, también pactado, y un acuerdo para no volver a utilizar los ingresos y gastos públicos como parte de la subasta electoral a la que habitualmente estamos acostumbrados. España es la cuarta economía de la Unión Europea, y, si miramos los últimos 40 años, hemos logrado grandes cosas.  Si no queremos depender del norte de Europa, ni de los vaivenes de los mercados o del equilibrio de fuerzas en el Banco Central Europeo, lo mejor que podemos hacer es darnos cuenta, de una vez por todas, de que siempre hemos dependido de nosotros mismos.