ERC y Artur Mas se han transformado en sorprendentes agitadores del realismo político para evitar una nueva derrota del independentismo por la vía constitucional y judicial de seguir adelante con el singular plan de la investidura en ausencia de Carles Puigdemont. Les ha entrado una prisa desconocida por materializar la indiscutible mayoría parlamentaria en un gobierno real dispuesto a gobernar cuanto antes la Generalitat, recuperándola de las garras del 155. El diputado instalado en Bruselas no ceja en sus aspiraciones y ha conseguido el apoyo explícito de la ANC, fervorosa partidaria del discurso legitimista.

La conexión Puigdemont-ANC viene de lejos; heredó de Artur Mas la relación privilegiada con Jordi Sánchez y la intensificó en cuanto asumió que ni CDC, ni PDeCAT, serían marcas aceptables para sustentar una operación política de carácter personal, transversal y de horizontes ideológicos difusos. Sólo la Assemblea dispone de una base social y militante suficiente para intentar liderar el independentismo en contra de ERC, aspirante fallido a dirigir el movimiento. La envolvente Puigdemont-ANC fracasó en su intento de lista única soberanista al servicio del presidente cesado por el 155; entonces se conformaron con JxC, un sucedáneo de unidad, una candidatura heterogénea de fidelidades personales. Ahora insisten en que el resultado electoral no admite discusión y por lo tanto, ERC debe cumplir con el supuesto mandato de las urnas: Puigdemont, presidente, al precio que sea.

La tensión entre legitimistas y realistas no es otra cosa que un nuevo episodio de la pugna por el liderazgo entre Puigdemont y ERC. El ex presidente decantó el equilibrio a su favor gracias a la mínima ventaja electoral obtenida respecto de los republicanos el 21-D y ahora refuerza su posición con esta asociación definitiva con ANC. En el ADN fundacional de la entidad independentista está la desconfianza ante los partidos tradicionales, a los que desde el primer día señaló como a futuros responsables de un hipotético fracaso del Procés, que al fin se produjo. La idea subyacente en la candidatura de Puigdemont de la superación de los viejos partidos a través de una plataforma personalista y transversal, con voluntad hegemónica, es muy del gusto de la ANC, convertida, de hecho, en el partido de Puigdemont.

La discordancia entre legitimistas y pragmáticos amenaza seriamente al independentismo. ERC, recién desembarcada en la real politik a fuerza de fracasos, cuenta con la ayuda discreta del PDeCAT (cuyos problemas crecen con la sentencia muy desfavorable del caso Palau que amenaza con dejarles sin posibilidades económicas para relanzar su refundación) y con el apoyo de un estado de opinión del soberanismo moderado que tiembla ante la apertura de un nuevo periodo de inestabilidad política y social, presagio de un nuevo desastre.

En este ámbito de fronteras difusas, que incluye al catalanismo político más tradicional, hay tanta coincidencia en considerar inviable la pretensión de JxC de investir Puigdemont como en valorar el auto del Tribunal Supremo que impide a Oriol Junqueras acudir al Parlament como un ataque sin precedentes al ejercicio de los derechos políticos de una persona no condenada, una complicación muy seria para el restablecimiento de la normalidad parlamentaria.

En este escenario doble, con localizaciones en Bruselas y el Tribunal Supremo, la apertura del Parlament el próximo miércoles podría darse la entrada en escena del factor Ernest Maragall, de cumplirse las expectativas de la candidatura del ex socialista a la presidencia de la cámara catalana, a propuesta de ERC. Este cargo corresponde a los republicanos, según un principio de acuerdo de los independentistas todavía por confirmar formalmente. La incógnita del apoyo o el rechazo de los diputados republicanos a la investidura virtual podría modificar la vigencia del acuerdo de la Mesa del Parlament, de la misma manera que la presidencia de Maragall podría también influir en el desenlace de la polémica reglamentista sobre la investidura.

El carácter independiente, su condición de padre del Estatut, y su marcado perfil de adversario histórico de los convergentes, aunque estos hayan cambiado de denominación, convierten a Ernest Maragall en un presidente con la personalidad requerida para plantarse ante según que juegos malabares que no cuenten con la aprobación de los servicios jurídicos de la cámara. Esta es la pretensión de ERC, claro que esta perspectiva podría desaconsejar a los legitimistas la aceptación de Maragall como presidente del Parlament.