La osadía de la Junta Electoral, criticada a destajo por los juristas, ha proporcionado a Quim Torra su minuto de gloria, insuficiente de todas maneras para dotarle de la mínima fuerza política para asustar a ERC, que sigue firme en su nuevo rumbo, de momento. PSC y Comunes tuvieron que esforzarse en mantener el equilibrio entre la defensa de la presidencia de la Generalitat y el Estatuto y la crítica a Quim Torra. ERC no se mueve, pero Torra consigue recalentar la vía del conflicto por unos días, los que vaya a tardar el Tribunal Supremo en intervenir ante el acelerón de la JEC.

Ha llegado la hora de plantarse y defender la soberanía del Parlament”, dijo Torra para presionar a ERC, intentando que diera marcha atrás de un acuerdo con el PSOE aprobado en las horas previas a la entrada atropellada de la JEC en el escenario de la política. Antes de que se conociera la decisión de la JEC respecto de Torra y de Junqueras, el sector independentista que no aplaude a ERC pretendió atar de manos a los republicanos proponiendo instaurar una mesa independentista para decidir la posición unitaria que debería trasladarse a la mesa formada por delegaciones gubernamentales. El juego de mesa a mesa quedó aplazado hasta que se apaguen los fuegos artificiales ofrecidos ayer en el Parlament en honor de Torra.

El Parlament resucitó la vigencia del Estatuto, tantas veces negado por el actual presidente en los últimos meses y por el independentismo en general desde septiembre de 2017, para rechazar cualquier legitimidad a la decisión de la JEC en su intento de inhabilitar ipso facto a un presidente que solo puede serlo por sentencia firme. Con los habituales matices. La reprimenda a la JEC contó con el voto de JxCat, ERC, CUP y Comunes; mientras el PSC lo hacía a su manera en una resolución propia, apelando a las previsiones estatutarias para inhabilitar a un presidente de la Generalitat (aunque sea Torra).

Los matices socialistas no les salvaron de ser acusados por Ciudadanos de “blanquear” al independentismo. Los Comunes evitaron apoyar las referencias al supuesto golpe de estado de la JEC propuestas por los grupos independentistas. ERC negó sus votos al párrafo de los Comunes que subrayaba la esperanza de que el gobierno Sánchez vaya a servir para acabar con el bloqueo, extremo que sí contó con el voto del PSC. Y todos salieron satisfechos del parque de la Ciutadella, que había sido invadido misteriosamente por unos centenares de manifestantes a pesar de estar cerradas las puertas, como había ocurrido el día antes con la desaparición momentánea de la bandera española situada en la azotea del palacio de la Generalitat a la que no se accede libremente.

Todos los grupos salieron indemnes de un debate muy previsible; Torra incluso tuvo ocasión de disfrutar de un minimalista baño de multitudes y de dejar claro que su apelación a plantarse frente al Estado era retórica puesto que también anunció que va a recurrir la decisión de la JEC, esperando que el Supremo atrase su eventual inhabilitación hasta el cumplimiento de todos los trámites. Esta maniobra reducirá en algo su prestigio como patriota desobediente, pero es imprescindible para ganar el tiempo necesario para prepararse para las elecciones y de paso comprobar cómo socialistas y republicanos consiguen materializar su acuerdo.

El pacto que permitirá la investidura de Sánchez ha superado sin demasiados problemas la primera oleada de críticas, procedentes de la derecha española y del radicalismo independentista, gracias a la enorme riqueza del lenguaje político, a las contradictorias interpretaciones que de un mismo texto se hacen en el Congreso y en el Parlament y a la libertad que los propios firmantes se han dado para salvar sus posiciones pasadas y futuras.

Pedro Sánchez utilizó todas las prerrogativas del discurso político para defender el pacto, deslizando pequeñas notas aclaratorias que no figuran en el texto, como la obviedad de que los acuerdos que se vayan a tomar soportaran el peso de la Constitución; mientras Gabriel Rufián dejó claro que no se olvidan de la amnistía y de la autodeterminación. Entre los dos hubo un acuerdo explícito, sin este pacto no hay legislatura y ambos confían en que Unidas Podemos proporcione la vaselina retórica adecuada para cuadrar las interpretaciones ante sus propios electorados. Para las tres derechas da igual lo que vayan a decir porque ya se han hecho una idea propia de lo que quieren leer en el texto.

En el Parlament pasa exactamente lo mismo, pero aquí la lectura a la que se aferran JxCat, la CUP y la ANC (actuando ya como partido in pectore de Puigdemont) es diametralmente opuesta a la que han optado Casado, Abascal y Arrimadas. Ambas buscan el mismo resultado: el naufragio de la legislatura antes de zarpar, si es posible. La derecha de Madrid interpreta la consulta ciudadana recogida en el pacto como un referéndum para reformar la Constitución por la puerta falsa; el radicalismo de Barcelona, en cambio, no le da ningún valor a la consulta, más allá de calificarlo como un espejismo para engañar a gentes ingenuas que no están al caso de la maldad del carcelero, papel que atribuyen a Sánchez.

En el centro de la polémica interpretativa, los firmantes deben mantener el equilibrio entre su actual visión y sus anteriores posiciones. La aceptación del conflicto político por parte del PSOE debe ser complementada con el recordatorio de las consecuencias que ha tenido en el orden público y en la convivencia catalana (al menos la política) y su apuesta por evitar la judicialización debe ser compatible con el respeto a la separación de poderes. Por parte de ERC, su participación de una negociación que no va a concluir con la convocatoria en Cataluña de un referéndum vinculante (excepto que sea el de un nuevo estatuto) exige el mantenimiento de unas expectativas mínimas que salven su conexión con el corazón del independentismo: la sobrevaloración del 1-O como ejercicio de la autodeterminación, la denuncia de la represión y la esperanza de una amnistía.

Menos tolerancia recíproca con el discurso público de los intervinientes (que no socios de gobierno), sería un suicidio para ambos protagonistas y a ninguno de los dos le conviene la pérdida de fuerza de su interlocutor frente a los muchos adversarios de la nueva etapa. El precio entre la distancia de lo que se pueda hacer y lo que se dice que podría suceder es la confusión de los respectivos mensajes, un peaje imprescindible mientras no se conozcan los primeros ejemplos prácticos del diálogo.