Las malas hierbas, libertinas y pendencieras, ondean al viento pegadas a la señal que da la bienvenida a Pobladura de Sotiedra, una aldea castellana a pocos kilómetros de Urueña frente a la que se es consciente de que, a veces, el tiempo y el espacio y sus elásticas realidades se entrelazan caprichosamente para resultar en una parábola-documental de pasado y presente y de ida y vuelta que ahí, ante el indicativo de localización, no se puede sospechar.

Es el caso de ‘Cabezones’, un corto en riguroso blanco y negro de Luis Enrique Valdés y Alberto Maceo que cuenta la historia de una ferretería cubana y en el que las vidas, cursando el Atlántico, cruzándose e incluso atropellándose en uno y otro sentido con décadas de diferencia, terminan en ese pueblo intercalando testimonios actuales de esta orilla e imágenes históricas de la otra como una abuela que teje trenzas a su nieta sentada a la puerta de casa.

El resultado es que el espectador se siente capturado durante veinte minutos en un bucle temporal digno de serie de Netflix que sólo se ha estrenado en Valladolid ante un petit comité y ahora pretende levar anclas a una travesía comercial que otea en la distancia.

Pobladura de Sotiedra y Fidel Castro

Pero, ¿qué tiene que ver Pobladura de Sotiedra con Fidel Castro? ¿Y la Villa del Libro de Urueña con una ferretería de La Habana?

La madeja se desenreda cuando Luis Enrique Valdés, el director y guionista del corto, posa el vaso de cerveza en la mesa y entrecierra los ojos para contar la curiosidad que le despertó toda la vida el nombre de una ferretería junto a su casa, en la esquina de las calles Reina y Lealtad de la capital cubana.

“Feíto y cabezón”, dice. Y pronuncia “feíto” con su tilde y su acento cubano. Así se llamaba la ferretería. “Imaginé que el dueño tendría esas características físicas, pero nunca lo investigué”.

Por aquellas cosas del destino, que lo enmaraña todo, este licenciado en Artes Escénicas aterrizó en Barajas hace casi década y media huyendo del régimen castrista y acabó instalándose en el municipio vallisoletano de Urueña para ocupar el puesto de director de la Villa del Libro.

Y un día, cuenta, que goteaba el grifo de la cocina, se acordó de aquella tienda en la esquina y se lanzó al internet que en La Habana no tenía para saciar la sed y descubrir, sorprendido, en un foro, que alguien había escrito la respuesta a esa duda que le rondaba.

El dueño no era feo ni tenía grande la cabeza, pero se llamaba Nicolás Cabezón y provenía de una aldea vecina, que abandonó huyendo de la España franquista en los años de la posguerra.

“Es un pueblo que linda con Urueña, en el que ya casi no quedan vecinos, pero por donde yo había paseado con Baco, mi perro. No me lo podía creer”, dice.

“Aquí hay algo que contar”

La casualidad era tan densa que llamó a su viejo amigo Alberto, también exiliado de Cuba, para que viniera de la Alemania en la que vive y se trajera la cámara. “Aquí hay algo que contar”, le dijo, y ambos se pusieron en marcha, rebuscando en las calles de Pobladura a los familiares —“lúcidos, amables y tozudos”, sonríe— de aquel emigrante que pudieran compartir sus recuerdos de la época.

“No sabíamos por dónde iba a tirar la historia, pero este hombre había hecho el viaje inverso al nuestro y había que escarbar, a ver si había trufas”.

En los veinte minutos de metraje hablan Gloria, Mercedes, Constancio y Mari Pinilla de cómo Nicolás se fue a “hacer las Américas” con las manos vacías, de cómo triunfó y cayó después, de cómo lucían su cochazo con chófer negro y las cosas hermosas que traía de Cuba por las calles de Pobladura cuando regresaba.

Esos testimonios en la pedanía se entretejen con imágenes históricas, rescatadas de archivo, del Marqués de Comillas —el barco en el que regresó aquel vecino al puerto de Santander— y otras, inéditas, de la revolución y del propio Castro arengando a los cubanos en el principio de lo que fue el fin del éxito de Cabezón en la isla, su nueva huida para emprender un nuevo exilio a otro lugar en el que reedificar la vida.

A Luis Enrique y Alberto no se les ve en esos veinte minutos. Pero sus historias vitales respiran detrás de las imágenes. Los paralelismos de sus viajes inversos discurren también por los fotogramas en los que los sobrinos de Nicolás despliegan sus recuerdos y en los que Castro se alza sobre la multitud, celebrando el triunfo de la revolución y la nueva era.

Un documento sobre la memoria

“Es un documento sobre la memoria, una historia de emigración, de esfuerzo, de persecución, un viaje de ida y vuelta entre Castilla y La Habana, de sacrificio, de cómo construir un imperio de la nada; y me sentí identificado en muchas cosas”, reconoce Valdés, “porque sufrí lo mismo que Nicolás, hui de lo mismo que él y caí en Urueña, junto a su pueblo, en el que fui acogido como él fue acogido en mi país cuando era pobre”.

“A mí me emociona descubrir lo que la gente vivió, sufrió o glorificó, pero si tiene que ver conmigo, con lo que yo he vivido, me emociona doblemente. La tienda estaba en una calle querida, en un barrio querido, y ahora descubro que el dueño salió de aquí, de esta otra tierra que también se ha vuelto querida”, responde, cuando se le pregunta el porqué.

Y resultó que no era feíto. Que el nombre de la ferretería no llevaba tilde. Que era “feito”, hecho, y fueron los cubanos los que lo transmutaron, con esa tilde cantarina que lo convertía en algo mucho más divertido. 

Pronto, “Cabezones” seguirá el destino de Nicolás. El documental, que ya tiene una oferta de distribución de la Junta de Castilla y León, marchará también a “hacer las Américas”, apuntando a varios festivales estadounidenses.

Pero sólo el futuro sabe hasta dónde navegará Pobladura.