En los partidos políticos es norma, que rara vez incumplen, la sobreactuación cuando obtienen un triunfo político. También lo es negárselo al contrario o, como mínimo, menospreciarlo.

Es innegable que la sentencia dictada este jueves por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TUE), reconociendo a Oriol Junqueras una inmunidad como eurodiputado que el Supremo no respetó, es una victoria política indiscutible de todo el independentismo catalán.

Pero, como el pensamiento binario rige implacablemente el discurso general de la política, algunos de los derrotados en este lado del Ebro se han tomado el fallo judicial a la tremenda, exhibiendo a su vez una sobreactuación paralela a la desplegada por Junqueras, Puigdemont o Esquerra.

El caso es tan enrevesado judicialmente y, en consecuencia, tan complicado políticamente, que un castizo bien podría decir aquello de José Mota: “No digo que me lo mejores, solo iguálamelo”.

La imprudente convocatoria de segundas elecciones por un motivo tan banal como si Unidas Podemos debía estar en el Gobierno como interno, externo o mediopensionista ha incrementado un coste de la investidura de Pedro Sánchez que la sentencia de del TUE ha venido a su vez a elevar significativamente. Sea como fuere, basta de lamentarse por la leche derramada porque esos son los bueyes con los que toca arar.

Paralelo y enfrentado al discurso patriótico catalán, el discurso patriótico español vendría a resumirse en el lema de que ‘el Supremo somos todos’; por tanto, el revés de la justicia europea sería una ofensa insoportable a la honrilla nacional, y no la enmienda concreta a una decisión concreta de un tribunal concreto.

Pero el Supremo no somos todos. Ni el Supremo es el Estado. Ni es tampoco España. Si en algún sentido cabe decir que la justicia somos todos lo será referido al Tribunal de Justicia de la Unión Europea, pues este y no otro es nuestro verdadero Supremo en determinados asuntos, entre ellos este de la inmunidad de los políticos electos. De ahí que, en buena lógica, no quepa considerar firme la sentencia del procés hasta que el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo diga la última palabra.

Para quienes preferimos tomarnos la sentencia de Luxemburgo con deportividad y rebajando al mínimo sus adherencias patrióticas y el escozor que estas suelen conllevar, el sentido común dicta que el Supremo debería dejar provisionalmente en suspenso la condena a Junqueras y ponerlo en libertad para que viaje a Estrasburgo a tomar posesión de su acta, tras lo cual el alto tribunal español solicitaría el suplicatorio al Parlamento Europeo para que este decida si autoriza su procesamiento con todas las de la ley.

Lo mismo valdría, por cierto, para Carles Puigdemont y Toni Comín, cuya justificada euforia de hoy bien podría verse enfriada mañana cuando, tras tomar posesión de sus actas de europarlamentarios, el Tribunal Supremo solicite el suplicatorio para sentarlos en el banquillo.

Aunque se trate de una cuestión meramente procesal en términos formales, en términos materiales –y políticos– el correctivo al Supremo español es tan severo que el deber de este es gestionar su derrota con el máximo de deportividad, de modo que ante la opinión pública europea quede despejada cualquier sospecha de haber puesto la patria por encima de la justicia.