Pocas profesiones tan serviles como la de periodista, no sé si me explico. En los años románticos, cuando creíamos que la belleza democrática de la transición acabaría con el fascismo, el comunismo y las guerras de banderas, entraba en el lote el orgullo plumilla. Las primeras promociones de la Complutense salimos a la temblorosa libertad con los sueños de las rotativas intactos. Yo me dejaba mirar el canalillo a cambio de exclusivas.

Toda la frescura de la vida rezumaba en las portadas. Los políticos temían el baile de negritas con su nombre. El tratado de ética de la nueva libertad cabía en nuestros libros de estilo. Iba por los teclados con una frase de Fernández de los Ríos: al narrador le es permitido sospechar sin evidencia flagrante pero jamás afirmar sin pruebas. Los cargos  públicos incluso dimitían.

Pero la primavera de las olivettis soñadoras duró lo que los peces de hielo de Sabina. La dictadura había organizado la cosa corporativa a través de las asociaciones de la prensa, organizaciones copadas por los popes fascistas a las órdenes del ministerio de Información y Turismo (un tal Fraga pasaba por allí) que convocaban a una sagrada misa todos los años por el santo patrón. Ya no recuerdo si bajo palio, pero sí muchas medallas y uniformes del Movimiento.

Qué lamentable engrudo  tóxico de religión, política  y profesión, me decía a mí misma henchida del poder del futuro; cuando el viento del laicismo desembarque en nuestras biografías desaparecerán esas deleznables prácticas de meter a las sotanas en la profesión y a la profesión en las sotanas. Desaparecerían los militares golpistas, desaparecerían  los jueces reaccionarios y desaparecerían las franquistas asociaciones de la prensa y sus misas una, grande y libre. ¿Miliares golpistas? ¿Jueces reaccionarios? ¿Asociaciones de la prensa? No tengo precio como profeta.

En la de mi pueblo, un parque temático de la extrema derecha, no sólo no desapareció sino que al grito que vienen los rojos (tradúzcase por jóvenes licenciados) la asociación de la prensa vendió su sede y todo su patrimonio y repartió el pingüe beneficio en cheques personales para sus afiliados.

Las groseras  ganancias de la Hoja del Lunes no se dedicaron a cursos, becas, seminarios y otras chorradas relacionadas con la profesión sino que sirvieron para construir un edificio de apartamentos en la Costa Tropical, que fueron a engrosar el patrimonio de cada asociado. Naturalmente, cada 24 de enero, seguían yendo a misa, comulgaban y daban las gracias. Desde luego era para darlas. En otros sitios lo que se daban eran jamones y/o casetas de feria.

La deriva de los periodistas en los tres últimos decenios ha procurado una muy amarga paradoja: se encargan de publicar las ruinas de todos los demás, eres, cierres, huelgas, paros, abusos analizados con lupa y culpables. Pero nunca de sus propios dramas, de sus despidos, de los cierres patronales, de los sueldos de miseria. La explicación es sencilla: si lo hicieran no tendrían donde publicarlo y acabarían (todavía más) en la puta calle. Van al matadero en resignado silencio. La caseta de la feria de la asociación de la prensa resulta cada vez más y cada año más  una exposición viviente de periodistas en paro.

Es difícil no pararse en un kiosco sin sufrir heridas de pronóstico reservado, atravesar el dial sin serio riesgo de la propia integridad o zapear sin grave amenaza de intoxicación. La cacareada crispación, la exaltación del odio a granel es la tarea fundacional de las empresas a las que los periodistas se entregan con la determinación de los gurkas. Los medios no son terminales políticos. Son los políticos terminales mediáticos de la radicalización de la sociedad. La velocidad de la luz es el tiempo que trascurre en contratar a un periodista y su cambio de opinión. La profundidad de la crisis ha hecho que el banco de mercenarios dispuestos a insultar a su madre por 200 euros sea inagotable. Los llaman tertulianos.

Afuera, amore, me dice mi alto cargo con recochineo, reina un ensordecedor silencio. Tal vez sea la señal del despertar reivindicativo de las asociaciones de la prensa. El grito rebelde de los profesionales ante tanta humillación y ruina.

No, mi vida, no, le respondo con no poco amargor. El silencio es porque están en misa. Ahítos  de felicidad. Oficia el arzobispo. Espero que con mascarilla.