Milito en el PSOE desde 1975. Hacerlo, y de manera proactiva durante tantos años, acaba siendo como una especie de segunda piel, que se confunde con la tuya de nacimiento, que te envuelve y te protege frente al clima exterior, pero que también te puede hacer daño interior a veces. Ser socialista para mí es mucho más que tener un carnet, es una visión del mundo en que vivimos, de la sociedad y de la vida, es un compromiso por hacer mejor la vida de la gente para acercar día a día la igualdad real entre todos los seres humanos. Es algo que está por encima de mí, individualmente considerado, y de cada uno de los dirigentes del partido en cada momento: es mucho más que todos nosotros, porque es un auténtico legado histórico de más de 140 años, destinado a seguir siendo el instrumento de liberación de toda dominación para quienes vengan detrás de nosotros.
Desde las últimas elecciones generales se ha conformado el primer gobierno de coalición progresista en nuestra reciente historia; deslegitimado desde el primer día, calificado como asesino, terrorista, separatista, traidor y anti patriota, no ha pasado ni un minuto sin que sea insultado en los medios de comunicación y en las redes sociales por quienes entienden la labor de oposición como una estrategia de tierra quemada, y al adversario político como un enemigo. Vivimos desde entonces un clima de frentismo y polarización total, que en numerosas ocasiones toma rasgos auténticamente guerra civilistas, expresión muy patente de que la derecha política y los poderes cuyos intereses representa no van a cejar en su empeño por hacer fracasar este proyecto, sin importarles demasiado el coste que esta situación implica para el deterioro de las instituciones del estado y del propio sistema democrático. Ese clima, por cierto, ha sido utilizado por Podemos en beneficio propio, colocando el antifascismo –que se supone en una fuerza de izquierdas– como núcleo esencial de la política gubernamental.
En este contexto se han celebrado las elecciones en la Comunidad de Madrid, con los resultados ya conocidos por todo el mundo, colocando al PSOE como la tercera fuerza, con una pérdida muy notable de respaldo electoral, tanto en términos absolutos como relativos. A mi juicio, lo que esos resultados merecen es una reflexión sosegada y colectiva, alejada de interpretaciones simplistas, y rica en matices y en la apreciación de la diversidad de factores que han influido en ellos. Pero esa reflexión y sus conclusiones no pueden –no deben– ser el fruto de ningún spin doctor o gurú de la política, sino de la inteligencia y de la voluntad colectivas que tienen su expresión en los órganos de representación del partido.
Este partido más que centenario siempre ha sido capaz de ver y conectar con las necesidades y las ambiciones del pueblo español, y eso le ha permitido, con la inteligencia y el corazón de los miles de hombres y de mujeres que lo integran, ofrecer a la sociedad un proyecto autónomo y con voluntad de mayoría, un proyecto en el que pueda reconocerse toda la sociedad y unirla en torno a sus instituciones democráticas. Es el trabajo cotidiano de esa militancia en la sociedad civil, en la fábrica, en la oficina, en la calle, en las asociaciones de vecinos, en las AMPAS, en los sindicatos, en las ONG, en todo tipo de organizaciones en suma, el que permite capilarizar las demandas y necesidades, el sentir de la ciudadanía, y trasladarlo a través de las reuniones, asambleas y debates en el seno de las Agrupaciones Locales para hacerlo llegar a los órganos de dirección del partido. Se me puede decir que ese esquema no es válido en la sociedad de internet y de las redes sociales, pero quien piensa así está ignorando que el pulso de la calle, de la gente, no lo palpa ni lo detecta ninguna encuesta ni ninguna red social en toda su complejidad y en toda su integridad, para lo que es imprescindible el trabajo de la militancia en la sociedad civil. Los resultados de Madrid prueban que ese pulso lo hemos perdido de momento: si no le ponemos remedio pronto, esa pérdida se extenderá gravemente a toda España.
Es necesario acometer, pues, esa reflexión y esa acción que nos hagan mantener y recuperar la confianza de millones de españoles, y ello requiere diálogo y liderazgo. Uno no es líder porque lo elijan o designen para el cargo, sino por el modo en que desempeñe ese cargo, por la confianza y credibilidad que sepa generar en la sociedad, por la capacidad para proponer metas comunes al conjunto de la ciudadanía. Por eso, el auténtico liderazgo es no solo perfectamente compatible con un modelo representativo, sino que lo requiere para poder ser eficaz en esas funciones. Cuando se habla frecuentemente sobre los liderazgos y los riesgos de caudillismo en los partidos políticos, en realidad se está tocando lateralmente la cuestión. Si creemos que la democracia representativa, con todas sus limitaciones y a pesar de los defectos e inercias que puedan verse en su ejercicio, es el modelo más aceptable de organización de la vida en sociedad, más allá de tentaciones populistas y autoritarias, deberemos aplicar ese mismo modelo a los partidos políticos. El principio de representación es básico para que un partido sea democrático, y limitar o supeditar ese principio en nombre de la llamada a las bases o a la militancia es tan complicado y arriesgado de gestionar como la denominada democracia directa en el conjunto de la sociedad. Tenemos ejemplos palmarios de ello hoy con Podemos, donde el uso discrecional de las consultas a los militantes y simpatizantes sirve en realidad para bendecir y ratificar sistemáticamente decisiones unipersonales de su máximo dirigente; incluso llegando a refrendar decisiones de naturaleza personal y/o familiar como sucedió con la adquisición de un chalet por Iglesias y su pareja.
Esta es otra de las consecuencias del populismo rampante en la política española de nuestros días: el vaciamiento de la democracia representativa para sustituirla por la democracia referendaria, que necesariamente simplifica y reduce las opciones sobre las que se consulta, y que desemboca en la política de la mera imagen del máximo dirigente y su dependencia de la imagen ante la opinión pública, en detrimento de los valores y principios que se supone rigen en la organización. El riesgo es que la única garantía para evitar que el poder unipersonal suplante a la voluntad general radica en que existan contrapesos colectivos con poder efectivo para tomar decisiones y para exigir responsabilidades ante ellos: si eliminamos o reducimos al mínimo el papel de esos poderes intermedios de naturaleza representativa, estamos abriendo las puertas al exceso en el ejercicio del poder unipersonal
El liderazgo es necesario, pero tanto como el diálogo: diálogo interno, en el seno del partido, respetando la libertad de expresión de la militancia y garantizando al cumplimiento de los acuerdos adoptados por la mayoría, ejerciendo la autocrítica cuanto sea necesario, y la defensa de las políticas llevadas a cabo en las instituciones. Se trata, una vez más, de hacer un partido habitable y respetuoso, crítico y fraternal. Pero hace falta también diálogo hacia el exterior, hacia la sociedad, tomándole el pulso y la temperatura para conocer su estado de salud y tomar las iniciativas que sean precisas; diálogo sincero, respetuoso con la crítica, permeable a las demandas y necesidades sociales, y abierto a la cooperación y la colaboración ciudadana. En ese diálogo resulta absolutamente imprescindible la implicación y compromiso de la militancia. Los resultados de Madrid son todo un desafío y un riesgo, pero también una oportunidad para, sobre la base del diálogo y el liderazgo, tomar buena nota y relanzar el proyecto socialista.
(*) Manuel Gracia Navarro fue consejero de Presidencia y de Educación de la Junta de Andalucía y presidente del Parlamento de Andalucía.