Le robo a mi admirado Víctor Arrogante el título de su columna de ayer en defensa de la República no con ánimo de discordia, sino más bien como homenaje y reconocimiento a su coherencia política e intelectual.

Dicho esto, un régimen político no es abrazado por la inmensa mayoría porque sea bueno, sino que es bueno porque es abrazado por la inmensa mayoría. Es el consenso lo que lo hace bueno y no al revés. Solo cuando ese consenso se resquebraja verdaderamente y de modo irreparable, es el momento de buscar otro.

Como en Alemania o Italia, en España el verdadero jefe del Estado es el presidente del Gobierno. Los presidentes de las repúblicas alemana e italiana son, al igual que el rey de la monarquía española, gobernantes de relevancia simbólica y moderadora pero con las competencias políticas muy tasadas, tanto que su influencia es insignificante en lo que importa a los ciudadanos y al propio régimen político: el progreso, el bienestar, la equidad, la transparencia, la justicia, la solidaridad, la eficacia…

Siendo democrática, la mejor forma de Estado es que la más consenso suscita; la peor, la que más divide. Las derechas españolas jamás aceptarán un sistema republicano: han estado históricamente demasiado involucradas en combatirlo ferozmente como para admitir ahora que tanta guerra, tanta persecución y tanta infamia civil, política y militar ha sido en vano. 

Lo que los republicanos de hoy se resisten a admitir es que el programa político que inspiró a los republicanos de 1931 es bastante parecido al que se comprometieron a hacer realidad los monárquicos de 1978, cuyas coincidencias con los monárquicos de antaño no van más allá del nombre.

El republicano Santiago Carrillo tuvo razón cuando arrastró al PCE al bando monárquico: entendió que lo relevante era una buena monarquía democrática cuya mayor virtud era el amplio consenso que, en poquísimo tiempo, logró suscitar.

Que luego el rey Juan Carlos no fuera, como creímos, el primer Borbón que nos había salido bueno en 300 años no ha sido culpa del régimen monárquico como tal, sino de que la propia democracia y sus principales agentes -políticos y periodistas muy significadamente- no hemos hecho bien nuestro trabajo de fiscalización y control de un rey al que no supimos atar en corto.

Tienen razón leales republicanos como el profesor Víctor Arrogante en sus artículos para este periódico o el escritor Manuel Rivas como promotor del Manifiesto por un nuevo republicanismo al recordar el origen no democrático de la monarquía, pero no la tienen al sostener que ese pecado original y hereditario la hace incompatible con “las ideas de honestidad, integridad, lealtad y justicia en el gobierno de la cosa pública” y con “las necesidades de la gente y de los intereses de la ciudadanía” o la convierte en “un problema para la democracia” que imposibilita que ”el bienestar material, la educación, la sanidad y la cultura se traduzcan en vidas dignas, autónomas y soberanas”. Si así fuera, británicos, belgas, holandeses, daneses, suecos o noruegos hace mucho tiempo que les habrían dado puerta a sus reyes y reinas.

Abrir el melón del modelo de Estado sería apasionante pero poco práctico, cuando no contraproducente. Sería crear un problema que no existe o que existe muy poco; sería matar moscas a cañonazos, pues no hay ni uno solo de los muchos problemas que tiene el país que no pueda solucionarse con un rey pero sí con un presidente de la república. Ni uno solo.

La propuesta de una restauración de la república tiene mucho más de idea literaria o sentimental que de proyecto político viable y bien armado. Es puro platonismo político. Las fechorías fiscales, institucionales y civiles de Juan Carlos de Borbón no son motivo suficiente para cambiar de régimen, aunque sí lo sean para atar en corto a Felipe VI y sus sucesores.