Es difícil pero no inverosímil que el Tribunal Supremo acabe tumbando la sentencia sobre los ERE dictada esta semana por la Sección Primera de la Audiencia de Sevilla, cuyo extremo rigor no esperaban pero sí temían muchos de los 21 ex altos cargos procesados, convencidos de que el tribunal provincial no se atrevería a mostrar una indulgencia demasiado comprometedora socialmente, políticamente y, sobre todo, judicialmente.

‘Si debe haber absoluciones, que las dicte el Supremo’, creían tales procesados que debían de pensar los jueces, a quienes la mayoría de políticos socialistas sentados en el banquillo atribuían no tanto convicciones ideológicas conservadoras como poca inclinación a tirar al cubo de la basura una instrucción de muchos años y altísimo voltaje político ni a desairar a una derecha que tenía grandes esperanzas en esta sentencia y que se habría tomado la absolución en cascada como una afrenta personal.

Sobre jueces y hombres

Cuando políticos de izquierdas son condenados, muchos de sus seguidores se agarran al clavo ardiendo de que, primero, la democracia española no depuró ni democratizó su sistema judicial y, segundo, la constatación de una ascendencia conservadora y un estatus familiar acomodado en la mayoría de magistrados. El doble reproche es oportuno como consuelo, pero poco fiable como argumento.

De la lectura de la sentencia de los ERE no se desprende filiación política alguna de los jueces que la firman. Sus argumentos son jurídicamente verosímiles, están bien documentados y no les falta sustento doctrinal. Las mismas tres virtudes, por cierto, que habría tenido la exposición razonada del juez instructor del Tribunal Supremo Alberto Jorge Barreiro cuando imputó al entonces senador José Antonio Griñán por prevaricación pero descartó la malversación. Esto decía Barreiro:

“Ha de partirse de la premisa de que un porcentaje de las subvenciones ilegalmente concedidas habría que concederlo también en el caso de que la concesión fuera legalmente tramitada (…) El hecho de que las concesiones de subvenciones por esa cuantía sean nulas por haber infringido el ordenamiento jurídico no significa que todo el dinero concedido con cargo a ese programa presupuestario haya sido defraudado en perjuicio del erario público. Pues una cosa es que se esté ante la concesión ilegal de distintas subvenciones por diferentes cuantías y otra distinta que todas ellas fueran improcedentes”.

El auto de Barreiro no era, obviamente, una sentencia, pero tenía el interés de poner de manifiesto que, ante unas mismas pruebas, jueces igualmente independientes y de similar solvencia profesional, pueden mantener opiniones dispares y aun contrapuestas, tanto que en un caso condenan a una persona a ocho años de cárcel y en el otro la dejan en libertad.

Sobre listos y tontos

¿Ha sido el de Sevilla un tribunal de gatillo fácil a la hora de disparar sus severas condenas por prevaricación y malversación contra personas que tomaron decisiones políticas y presupuestarias más que propiamente administrativas y que, además, no otorgaban ni pagaban las ayudas sociolaborales?

Desde luego, la estupefacción de los condenados ante su procesamiento y el altísimo riesgo personal y penal que habrían corrido sin la contrapartida de lograr un beneficio se avienen mal con una conducta prevaricadora cuyo éxito, por lo demás, requería que la Cámara de Cuentas y el Parlamento de Andalucía, su equipo de letrados y su Oficina de Control Presupuestario fueran lo bastante estúpidos como para no enterarse de nada durante diez años. Demasiado listos unos, demasiado tontos otros.

Sobre prevaricadores

La jurisprudencia sobre la prevaricación requiere, como se sabe, requisitos tales como que el contenido de la resolución sea contrario a lo dispuesto en la normativa vigente y, además, de tal entidad que no pueda ser explicada con una argumentación técnico-jurídica mínimamente razonable; y que la autoridad o funcionario público actúe con plena conciencia de la ilegalidad o arbitrariedad que está cometiendo.

La doctrina asentada al respecto excluye el delito de prevaricación en los casos en los que la autoridad hubiere probado que no tenía interés personal en el asunto, que no fuera consciente de la irregularidad y que tampoco hubiere participado en el proceso previo.

Sorprendetemente, la sentencia de los ERE sostiene que todos esos requisitos estuvieron presentes en la conducta de las 19 personas condenadas, de quienes dice que fueron “plenamente conscientes de la palmaria ilegalidad” de sus actos. El sentido común no puede dejar de preguntarse cómo, siendo tan palmaria la ilegalidad, nadie la advirtió, pues la Intervención habló de inadecuación y aun de falta de procedimiento, pero nunca jamás de ilegalidad y ni riesgo de menoscabo de fondos públicos.

No me llames Manolo, llámame Danny

Una ilegalidad cometida originariamente en el año 2000, al modificar el procedimiento de concesión de ayudas para “dar una respuesta ágil” a los graves conflictos sociolaborales; implementada mediante modificaciones de crédito contrarias a derecho pero hechas en Consejo de Gobierno y por tanto sometidas a control de legalidad; concretada en un Convenio Marco ideado para burlar los controles de la Intervención; y mantenida mediante un presupuestación reiteradamente fraudulenta de las transferencias de financiación que el Parlamento no pudo detectar porque la información que se le suministraba era arteramente oscura e incompleta.

Si en ‘Ocean’s eleven’ el legendario Danny Ocean urdía el mayor atraco a casinos de la historia de Las Vegas con un equipo de solo 11 hombres, en el caso de los ERE el inverosímil Manuel Chaves habría seguido sus pasos con un equipo de 18 hombres para repartir a su antojo 680 millones de euros que, para más audacia de los delincuentes, estaban consignados en los Presupuestos que cada año aprobaba el Parlamento de Andalucía. Ocean y los suyos al menos se ocultaban; Chaves y su banda ni siquiera eso: al parecer se dedicaron durante diez años a delinquir a la vista de todo el mundo y poniendo además por escrito todas sus fechorías. Demasiado listos.