La pasta de la que estamos hechos incluye un puñado de resortes emocionales, siempre bien engrasados, que no se dejan someter ni por la razón ni por esa inclinación a la clemencia que también es parte de nuestra urdimbre anímica.

El presidente norteamericano Donald Trump se ha contagiado de coronavirus y resulta imposible no alegrarse un poco. Automática y vengativa, la frase ‘se lo tiene merecido’ reclama su soberanía en los territorios más inhóspitos de nuestra conciencia.

De entrada, la compasión no comparece: es preciso convencerla, invocarla con buenas y dulces palabras para que acuda en socorro de quien, aun siendo quien es y haciendo lo que hace, no deja de ser al fin y al cabo uno de los nuestros, aunque nosotros no seamos para él uno de los suyos.

Ya nos pasó con Boris Johnson, pero menos. Cuando se contagió el presidente brasileño Jair Bolsonaro también nos alegramos, pero nos duró poco: rápidamente se supo que no presentaba síntomas. Con Trump, nuestros reflejos neoliticos están teniendo más suerte: parece que tiene fiebre y le está fallando la voz. Un Trump sin voz es un regalo del cielo.

Los inevitables sentimientos ante su infección tienen moraleja: Trump pertenece a esa estirpe de políticos capaces de sacar lo peor de nosotros mismos. Y también de hacer que proliferen como setas y triunfen en las urnas otros que siguen ciegamente y sin complejos su estela nacionalpopulista.

En España, lo más cercano a Trump es Santiago Abascal, que a su vez está consiguiendo –ciertamente, no él solo, sino en compañía de otros– que Pablo Casado saque a su vez lo peor de sí mismo.

Lo malo de Casado no es su capacidad para imitar a Abascal, sino su incapacidad para no hacerlo. El problema del líder del PP es su falta de identidad, de consistencia, de espesor: a su manera, Abascal es siempre verdadero; de Casado es imposible saber cuándo lo es y cuándo no.

También, es cierto, Pablo Iglesias es capaz de sacar lo peor de mucha gente, pero la matriz de esa inquina al líder de Podemos no es Trump sino el COMUNISMO, escrito de nuevo con mayúsculas como antaño y resucitado políticamente no tanto por el programa electoral –más bien socialdemócrata– de Podemos como por ciertos pronunciamientos del vicepresidente del Gobierno o del ministro de Consumo cuando sucumben a su vena bocachancla.

Sin embargo y al contrario que en el caso de Trump, si Casado o Iglesias enfermaran –esperemos que no– de coronavirus, no habría mucha gente que se alegrara del contagio. ¿Por qué? Porque para todo el mundo sería evidente que no se merecían eso; podrían merecerse otros castigos, pero nunca ese. El talento de Trump es haberse ganado a pulso nuestra malevolencia.