Felipe González nombró a Manuel Olivencia comisario general de la Exposición Universal de Sevilla a mediados de la década de los ochenta, cuando el líder socialista todavía era ‘Dios’ y la Expo una de sus criaturas favoritas, y lo destituyó apenas nueve meses antes de la apertura de la muestra en abril de 1992, cuando ya la divinidad de Felipe declinaba: un año después estuvo a punto de perder las elecciones y tres más tarde estuvo a punto de ganarlas.

¿La áspera destitución de Olivencia significaba que ‘Dios’ se había equivocado nombrándolo? Los creyentes socialistas de entonces jamás habrían admitido tan sacrílega hipótesis.

El nombramiento

El nombramiento de Manuel Olivencia, fallecido este lunes en Sevilla a los 88 años, como almirante de la nave Expo 92 fue un acierto político cuando faltaban ocho años para su inauguración, pero se convirtió en un despropósito cuando faltaban solo siete meses.

El rigorismo bienintencionado pero excesivamente picajoso del prestigioso catedrático de Derecho Mercantil estaba poniendo en peligro el proyecto mismo, que de ninguna manera podía no estar a punto el 20 de abril de 1992. A esas alturas todo iba ya con preocupante retraso y la permanencia del comisario era un pasaporte seguro hacia el abismo, que en política adopta muchas formas pero la más letal de ellas es el ridículo.

La bicefalia

Como les acaba ocurriendo antes o después a todas las bicefalias, en cierto momento la bicefalia de Expo dejó de funcionar. El comisario Olivencia por un lado y el consejero delegado Jacinto Pellón por otra tenían dos formas muy distintas de ver las cosas. Pellón era un capitán expeditivo y Olivencia era un almirante pensativo. Jacinto era un hombre de acción y don Manuel era un hombre de ciencia.

Mientras los plazos no urgían, todo fue más o menos bien; cuando el 20 de abril del 92 estuvo a la vuelta de la esquina, ‘Dios’ tuvo que elegir y eligió a Pellón. Olivencia siempre prefirió creer que Felipe lo destituyó aquel ingrato 19 de julio de 1991 porque él no era socialista, y hasta llegó a decir en una entrevista que el PSOE temía convertirlo en un líder de la derecha y por eso forzó su destitución.

Seguramente todo fue menos alambicado: con Olivencia la Expo no llegaba a tiempo y con Pellón sí. En todo caso, debieron haberlo invitado a la inauguración y no lo hicieron. Quien había sido primer comisario y valioso embajador de la Expo merecía estar en los fastos inaugurales. El poder tiende a la ingratitud cuando se le lleva la contraria, tenga o no razón quien se la lleva, pero sobre todo si la lleva. Aquella vez, Olivencia no la llevaba; si acaso, llevaba la razón jurídica, pero no la razón política. Por eso prescindieron de él.

Sevilla o el rencor

Olivencia era un hombre que venía del espectro conservador y el instinto político de Felipe acertó al suponer que poniéndolo al frente de la Expo el proyecto se haría perdonar por la derecha su genealogía inequívocamente socialista.

Durante algún tiempo la presencia de Olivencia contuvo las arremetidas de la Sevilla eterna y fondona contra la Expo: la derecha sevillana miraba la muestra universal con recelo pero no con rencor. El rencor vendría después, poco a poco, aunque su parsimoniosa velocidad de crucero se aceleró bruscamente con la caída de Olivencia. A partir de entonces fue como si se hubiera levantado la veda: si la Expo fracasaba, que fracasase; si no se cumplían los plazos, que no se cumplieran.

La impotencia de la derecha para desalojar a ‘Dios’ del gobierno de España había colmado los depósitos de su resentimiento: eran los tiempos en que –como confesó Luis María Anson a Santiago Belloch en una entrevista en Tiempo– todo valía para derrotar a Felipe. La derecha sevillana colaboró con gusto en aquella envilecida estrategia buscando obsesivamente el descrédito de la Expo, aun cuando ello fuera en contra de los intereses de la propia ciudad a la que tanto decían amar.

Tiempo de medallas

Tampoco con aquel acoso a lo que a fin de cuentas era un proyecto de Estado le hicieron ningún favor a Olivencia, cuya imagen de ecuanimidad y solvencia como comisario de la Exposición se vio innecesariamente enturbiada por la ofuscada afición a las banderías de quienes, en el fondo, siempre estuvieron mucho menos preocupados por enaltecer a Olivencia que por difamar a Pellón, que además de ser algo descreído y buen amigo de Felipe ¡¡¡no era de Sevilla!!!

De algún modo triunfaron: tras haber salido limpio de un calvario judicial que lo dejó personalmente exhausto, Pellón murió en 2006 sin medallas ni reconocimientos de la ciudad a la que tan decisivamente había contribuido a modernizar.

Además de los contraídos en la Expo, Olivencia también acumulaba otros importantes merecimientos; todos le fueron debidamente reconocidos por Sevilla. Con toda justicia, aunque mereciera él mismo mejores abogados defensores de los que tuvo. Descanse en paz el torpe político pero augusto profesor y que Dios, el otro Dios, lo tenga en su gloria.