El ganador de las primarias sabe esto: la tarea más urgente para el PSOE de Andalucía, e imprescindible para la propia supervivencia de su recién estrenado liderazgo, es la reconciliación interna de la organización. Y también esto otro: esa reconciliación será imposible o al menos muy problemática si el nuevo PSOE andaluz que quiere construir Espadas arroja a Susana Díaz por la ventana.

La secretaria general debe salir de la sede regional de la calle San Vicente de Sevilla, pero debe hacerlo por la puerta: lanzarla al vacío tras arrancarle sus galones sería del agrado del sanchismo más belicoso, pero el primer gran error que cometería el alcalde de Sevilla.

Ciertamente, dos no se besan si uno no quiere, pero Susana Díaz es consciente del alcance irreparable de sus heridas y de lo generalizado de la opinión de que ha llegado la hora, esta vez sí, de entregar los bártulos. Pedro Sánchez desafió el ‘establishment’ socialista y ganó porque su rebeldía, aun no siendo del todo sincera, era creíble; Díaz intentó lo mismo pero la hora de esa clase de desafíos y rebeldías –que en su caso tampoco eran del todo sinceros– había pasado.

En la noche del 13-J, ella llamó a su rendición “dar un paso al lado”. El mensaje era inequívoco, pero no quisieron comprarlo quienes seguían viendo en Díaz un epítome de ‘lo  peor de lo peor’. “¿Tirar la toalla Ella? ¿Rendirse ELLA? Jamás. ¡Cómo se nota que no la conocéis!”.

Y es que, al proclamar esa misma noche su intención de seguir como secretaria general hasta el congreso del partido ¡en diciembre!, tomó cuerpo una interpretación perfectamente plausible pero contraria a sus intenciones: “¡Lo que habíamos advertido: quiere enrocarse!”, interpretó unánime la parroquia orgánica y periodística.

Es cuestión de tiempo, de poco tiempo, que Díaz abandone la Secretaría General del partido y la Presidencia del grupo parlamentario, pero a Espadas le corresponde evitar la degradación, el ensañamiento, la afrenta. Y ella ayudar a ello. Su apartamiento de la primera línea de fuego tras la derrota no debería tener el formato de una destitución, sino más bien el de una abdicación.

A Díaz le cabe la gloria de haber combatido con honor y sucumbido con dignidad en el campo de batalla. Habría manchado ese historial de guerra de no haber aceptado la derrota con deportividad. También Espadas ha combatido con honor y vencido con justicia: mancharía su expediente personal y empañaría el resplandor de su victoria si no tratara con clemencia a su adversaria.

La reunión que, en teoría discretamente, tendrán Díaz y Espadas tal vez hoy o mañana debería saldarse con una paz ecuánime. Se equivocan quienes pretenden dar a Susana el trato que dieron los aliados a la Alemania del káiser Guillermo en 1918.

Lo que ese 38 por ciento del partido que fue derrotado el domingo 13 necesita, y aun merece, no es un Tratado de Versalles, sino un Plan Marshall; no hay que imponerle el pago de unas reparaciones de guerra impagables, sino integrarlo con generosidad en el nuevo orden.