Desde de la noche del 19 de junio cada vez que Juan Manuel Moreno Bonilla se mira al espejo no ve lo mismo que veía hasta entonces, un tipo modesto y bien parecido que había hecho una carrera exitosa en el Partido Popular, pero al que la suerte más que sus méritos había conducido al poder aquel 2 de diciembre de 2018 en que la desbandada de la izquierda, el empuje de la ultraderecha y la burbuja liberal obraron el milagro de convertir en presidente al candidato con el peor resultado obtenido nunca por su partido.

Pero lo que en 2018 fue suerte en 2022 fue mérito. No únicamente suyo, porque en política el mérito propio suele ir parejo al demérito ajeno, pero fundamentalmente suyo. Desde entonces todos consideran a Moreno mucho más listo de lo que es, del mismo modo que antes de su arrolladora e inapelable victoria todos lo consideraban más tonto de lo que era. Salvo en el caso excepcional de Alfredo Pérez Rubalcaba, en política el público considera que la inteligencia es una variable directamente proporcional a la capacidad de hacerse con el poder y conservarlo.

Tras el 19-J, Juan Manuel Moreno Lámame Juanma se ha venido arriba. Le sobran motivos para ello. Isabel Díaz Ayuso es mucho menos Isabel Díaz Ayuso desde que Juanma emuló y aun superó la hazaña protagonizada por la de Chamberí en 2021: al fin y al cabo, Ayuso rozó la mayoría absoluta en un territorio históricamente escorado a la derecha como Madrid, mientras que Moreno la sobrepasó con holgura en una circunscripción que siempre había sido territorio comanche para el Partido Popular.

El Rubicón de Moreno

El anuncio, el pasado día 20 en Madrid, de la supresión del Impuesto sobre el Patrimonio ha sido interpretado por observadores, analistas y compañeros de partido como el Rubicón de Moreno. No para disputarle el puesto de presidente del PP a su amigo Alberto Núñez Feijóo, sino para erigirse en comandante in pectore de su guardia pretoriana, de forma que si el gallego fracasara en su intento de tomar la Moncloa, a la Princesa de la Libertad le habría salido un serio competidor para pisar la alfombra roja tendida por sus cortesanos desde la Puerta del Sol al número 13 de la calle Génova, que ella sueña cruzar entre vítores, reverencias y genuflexiones.

Cuando los estrategas de San Telmo decidieron incluir en el discurso de Moreno en Madrid el anuncio de la supresión del ‘impuesto de los ricos’, ¿esperaban hacer el muchísimo ruido que han hecho? ¿Calcularon que el presidente iba a ser tan unánimemente ungido como delfín de Feijóo y sombra de Ayuso? Quién sabe.

Muchas veces, los gobernantes se enteran de lo listos que son cuando leen los periódicos al día siguiente de haber anunciado esta o aquella medida. Con determinados pasos de los políticos sucede como con los textos clásicos, que sus intérpretes ponen en ellos muchas más cosas, y todas ellas más sagaces, de las que había imaginado el propio autor. Si de pronto todo el mundo proclama alborozado que eres un crack, no vas a ser tú quien venga a aguarles la fiesta.

‘Dejad que los ricos se acerquen a mí’

Ahora bien, dicho todo esto también hay que subrayar en rojo las severas contraindicaciones de la operación ‘Dejad que los ricos se acerquen a mí’. Aspirante a nuevo padre de la patria andaluza, al Moreno que ganó las elecciones bajo la bandera del ecumenismo ideológico y el populismo templado le costará desprenderse del sambenito de benefactor de los millonarios que, no sin razón, le ha colgado la izquierda.

La supresión de un impuesto que, literalmente, solo pagan los ricos es un lujo fiscal que solo pueden permitirse territorios con altos niveles de renta como Madrid y gobernantes con la empatía social bajo mínimos como Ayuso. Cuando Andalucía y Juan Manuel Moreno los imitan están jugando una partida en la que, antes que después, comprobarán que no tienen dinero suficiente para igualar las apuestas que sin duda harán sus bien forrados oponentes para expulsar a los intrusos pobretones de la mesa de juego.

La Andalucía que suprime el Impuesto sobre el Patrimonio recuerda a esos vecinos de barrios modestos que se gastan el dinero que no les sobra en comprarse un BMW que les ha costado casi lo mismo que vale su piso. Uno ve aparcado el flamante bólido metalizado a la puerta del bloque de viviendas de protección oficial con la fachada llena de desconchones y necesitada de una buena mano de pintura e imagina lo que pensará la esposa del titular del vehículo al salir a su minúsculo balcón, mirar abajo y ver el lujoso cacharro que, según le ha contado tantas veces su marido, tiene 190 caballos, cuatro cilindros en línea y aceleración de 0 a 100 en 4,9 segundos: “Este tío será el padre de mis hijos, pero es un gilipollas”.