Sea cual sea el resultado que vamos a conocer esta noche, hace días que Pedro Sánchez y Pablo Iglesias deben de estar arrepentidos de su pecado, muy común en las democracias de nuestros días y consistente en abusar de la confianza de los votantes.

Pedro Sánchez ya sabe, o más exactamente, no puede no saber que se equivocó al no poder, no querer o no saber evitar esta repetición electoral que tiene a las izquierdas con el alma en vilo y a las derechas fuertemente movilizadas y salivando ante la expectativa de mejorar significativamente su decepcionante cosecha del 28 de abril.

Lo sabe Sánchez y lo sabe –no puede no saberlo– Iglesias, que también erró frívolamente al no hacer todo lo que estaba en su mano para evitar el fracaso de una legislatura en la que ambos sumaban 165 escaños, a solo 11 de la mayoría absoluta y muy distanciados de los 147 diputados de PP, Ciudadanos y Vox.

¡Que vienen, que vienen!

En el poema de Cavafis que, algo abusivamente, da título a este análisis pues ya encabezó otra reflexión publicada en la jornada electoral del 28 de abril, los bárbaros no llegaban, pero el reiterado anuncio de su irrupción inminente era de gran utilidad para infundir el miedo entre los ciudadanos, favoreciendo que patricios, cónsules y senadores del Imperio siguieran siéndolo.

En la realidad española, las cosas son algo distintas: los bárbaros de Vox no son una metáfora, ya están aquí, llegaron a todo galope a Andalucía el pasado 2 de diciembre, si bien los temores desatados por aquella primera conquista frenaron el alcance de la segunda: los líderes de la izquierda exhibieron el 28 de abril el espantajo de su invasión –¡que llegan los bárbaros, que llegan los bárbaros!– y los votantes progresistas, asustados y unánimes, respondieron disciplinadamente con una altísima participación que fue muralla contra el avance de los vándalos.

Encuestas sombrías

Los 24 jinetes del apocalipsis que en abril lograron plaza en el Congreso de los Diputados pueden convertirse esta noche en el doble. O más incluso. La única, aunque más bien débil, esperanza de la izquierda es que las encuestas vuelvan a equivocarse de nuevo, como ya lo hicieron en vísperas del 28-A al atribuir a Vox un número de escaños muy superior a los 24 que finalmente obtuvo. Sería la segunda vez que los bárbaros llegan sin llegar del todo.

Los datos demoscópicos que, por ejemplo, se manejan en el entorno del PSOE de Andalucía no son para la izquierda demasiado preocupantes técnicamente –perdería si acaso un par de escaños– pero sí devastadores moralmente –Vox podría casi igualar al PP doblando los escaños de abril: de 6 a 12–, y eso en un territorio donde la izquierda siempre fue hegemónica.

El 28 de abril, el PSOE y Unidas Podemos sumaron en Andalucía un 48,5 por ciento de los votos, frente al 39,7 logrado en el conjunto de España. Vox, temen los expertos en demoscopia, podría convertirse este domingo en primera fuerza en Almería y segunda en Sevilla, Málaga, Cádiz o Granada.

Palabras inflamadas

Ese ascenso irresistible de los patriotas no se explica solo por Cataluña, pero no puede explicarse sin Cataluña, cuna a su vez de un patriotismo faltón, excluyente y jactancioso que gusta vestirse con los ropajes de la libertad, pero cuya estirpe autoritaria es la misma que alienta en Vox.

Ambos comparten una serie de rasgos, nunca reconocidos por el electorado patriota pero bien identificados por la ciencia política contemporánea: erosión de las reglas del juego democrático; deslegitimación de las instituciones –jueces, policías, leyes, parlamentos– mediadoras entre el pueblo y los líderes; exclusión de las minorías; banalización de los consensos; demonización de los adversarios; sacralización de chivos expiatorios a los que culpar de todos los males; y, por supuesto, abuso indiscriminado de lo que el genio de Ferlosio denominó ‘palabras-fuerza’ y describió hace años en estos términos, sobrecogedores cuando se aplican al vocabulario de la España de Abascal o la Cataluña de Torra:

“No hay razón sin palabras, pero tampoco puede haber sin ellas fanatismo. En la palabra se manifiesta la salud de la razón, pero, a su vez, el fanatismo siempre aparece como una enfermedad de la palabra, una especie de inflamación absoluta de los significados. Toda predilección por una palabra en sí, al margen de un contexto, es un temible síntoma de predisposición al fanatismo”.

Ni siquiera los independentistas más ilustrados quieren ver que al patriotismo le sucede como a las proteínas, que son imprescindibles para mantener una dieta equilibrada, pero temiblemente dañinas cuando se consumen en exceso. Los bárbaros catalanes, ay, han despertado a los bárbaros mesetarios.

A todo galope

El final del poema de Cavafis dice así: “Y ahora, ya sin bárbaros, ¿qué será de nosotros?/ Esos hombres eran una cierta solución”. Palabras que, retrospectivamente, parecen pronunciadas por el mismísimo Pedro Sánchez la noche del 28 de abril, cuando las urnas certificaron un porcentaje significativo pero soportable de hiperpatriotas en el Congreso: apenas 24 que ni quitaban ni ponían rey.

Debió creer el presidente que los bárbaros, que ante la batalla del 28-A habían sido “una cierta solución” por el miedo y la consiguiente movilización que despertaron en la izquierda, habían dicho aquel día su última palabra. Se equivocó. Cabalgan de nuevo a todo galope por los páramos de España. Los cascos de sus caballerías retumban a través de los ventanales de palacio. ¡Que vienen, que vienen!