La reacción social frente a la Sentencia del caso de la violación múltiple de Pamplona es la mayor ola de protesta contra la justicia de la historia de nuestra democracia. Miles y miles de personas -esencialmente mujeres, pero no sólo ellas- se han echado a la calle indignadas con una decisión judicial. Las redes sociales y las paredes de muchas ciudades se han llenado de quejas contra los jueces. El prestigio social de la justicia está por los suelos y, si no se pone remedio, también empezará muy pronto a estarlo su legitimidad. Pero los jueces parece que no se dan cuenta.

El poder judicial, por su propia naturaleza, no tiene controles externos. Su papel dentro del estado es asegurar que se cumplen adecuadamente las normas. Los jueces se ocupan de que las discrepancias entre ciudadanos se resuelvan conforme a la ley y de que tantos estos como el resto de poderes públicos la respeten. Si un juez se salta la ley, sólo pueden sancionarlo otros jueces. Esa falta de mecanismos jurídicos ajenos plantea intensos problemas democráticos. Es un poder que debe automoderarse. El corporativismo, la impunidad al juez que no aplica la ley como es debido, son el mayor riesgo del Estado de Derecho. Si la judicatura no se controla a sí misma, no hay soluciones jurídicas. Ante el fracaso o la desobediencia generalizada del poder judicial, la única censura posible es popular. Y eso parece que es lo que está empezando a suceder.

Amplias capas de la sociedad están experimentando un creciente desapego por los jueces y sus decisiones. La judicatura española es mayoritariamente muy conservadora y, por extensión, muy machista. Cualquiera que se mueva entre jueces lo sabe y las razones son diversas. Pero no tendrían mayor importancia si mantuvieran su posición de neutralidad. En momentos de crisis como los que vivimos, resulta esencial que sean capaces de abstraerse de sus propias ideas políticas y sociales al dictar sentencia. Estamos en una situación política y social complicada. Los últimos gobiernos, tras la reacción popular ante la crisis económica, apostaron por el recorte de derechos fundamentales. Luego, ante el desafío catalán, han vuelto a tirar de recortes. Y para ello, cada vez que el Gobierno ha pedido a los jueces que se conviertan en punta de lanza de políticas represoras, ellos parecen haber accedido encantados.

Pero los tiempos están cambiando: el Estado ya no es el aparato monolítico de otras épocas en el que todos los partidos se protegían entre sí; las redes sociales han aumentado las posibilidades de escrutinio ciudadano sobre los poderes públicos; los organismos internacionales no siempre comparten el sentido de estado. Ya no son posibles las tropelías jurídicas de otras épocas. Pero los jueces, como colectivo, no se han dado cuenta.

Los tribunales europeos condenan a España por asuntos en los que los jueces hicieron la vista gorda ante terribles torturas; también por violaciones judiciales de la libertad de expresión disidente. Otros jueces europeos ponen de manifiesto que la supuesta rebelión de Cataluña como una operación política montada desde el poder judicial. La gente se da cuenta de que los jueces no son neutrales. Condenan sólo a los tuiteros que ofenden a ministros fascistas o a toreros. Usan la arbitrariedad contra políticos catalanes. Protegen a la policía cada vez que ésta vulnera los derechos humanos. Persiguen a quien ofende a los católicos. Desamparan a las mujeres. Un panorama desolador ante el que la opinión pública ya no se calla. El problema de la Sentencia de Pamplona es que ha llegado en el momento de mayor descrédito de una justicia que parece que siempre se pone de parte de los que mandan y que carece de sensibilidad democrática.

Habrá quien diga que esta situación no es generalizada. Que es cosa de cuatro jueces y de un puñado de decisiones desafortunadas. Quizás. Pero la magistratura reacciona corporativamente, como un gremio medieval en vez de como un poder del Estado democrático. Y eso los hace a todos responsables. Los jueces callan cuando sus compañeros dictan resoluciones claramente políticas en Cataluña. Callan ante interpretaciones extravagantes del Código Penal que están acabando con la libertad de expresión. Callan cuando se dictan condenas draconianas contra cualquier movimiento callejero progresista y se es suave y tolerante con los de ultraderecha. Incluso callan cuando los nombramientos del Tribunal Supremo se han deciden en cenáculos políticos en los que prima el permiso de distintas familias más que la calidad jurídica. Dicen que son casos aislados y en vez de escuchar a la gente, se protegen entre sí.

Ahora estamos ante el mayor descrédito social que ha sufrido jamás el poder judicial y ante una terrible crisis de legitimación. La Sentencia de la manada ha sido la gota que ha colmado el vaso. Puede ser técnicamente legítima, pero denota una cultura machista que ya no es de recibo en la sociedad. El voto particular, ofensivo e hiriente hasta extremos dolorosos no ha ayudado a apaciguar las protestas. Pero menos ayuda la falta de autocrítica de un poder que se está convirtiendo en un problema para la estabilidad del Estado. La judicatura ha cerrado filas y huye de cualquier autocrítica. Prefieren quedarse en el detalle leguleyo y descalificar a la imponente masa social que protesta. No asumen lo que está pasando. Ironizan en público y en privado con la ignorancia de quienes opinan sin haberse leído centenares de folio de la decisión. Con tono clasista y falta de empatía democrática, desprecian a quienes no conocen las nimiedades técnicas de la jurisprudencia más especializada. Ignoran la crítica social, olvidando que están al servicio del pueblo y que deben rendirle cuentas; no de cada decisión que tomen, pero sí del funcionamiento democrático del servicio público judicial.

Los jueces deben ser independientes, sí. Pero no irresponsables. Independientes para que nadie les diga cómo deben resolver cada caso concreto, pero no irresponsables para hacernos tragar a todos con sus propias ideas. Los jueces no son los dueños de la ley, ni la pueden aplicar a su antojo. Si siguen pensando que lo pueden hacer, y siguen sin escuchar a la sociedad, sólo contribuirán a ahondar la crisis del Estado. Cada vez más gente, cuando lee que la justicia se administra en nombre del pueblo, piensa: no en mi nombre! Señores jueces, hagánselo mirar.