La Basílica de San Pedro luce abarrotada de fieles en duelo. Entre murmullos de rosarios y cánticos en latín, miles despiden al papa Francisco, fallecido a los 88 años tras una década agitada al frente de la Iglesia. En los palacios aledaños, sin embargo, se respira otra atmósfera: la de una pugna soterrada por la sucesión. Grupos ultraconservadores católicos, desde cardenales hasta estrategas laicos, ven en este cónclave inminente la oportunidad de revertir las reformas progresistas de Francisco y entronizar a un pontífice acorde a su ideario. La contienda trasciende lo meramente espiritual: es un pulso de poder con implicaciones globales, alimentado por alianzas políticas de ultraderecha y campañas bien orquestadas.
El “papa ideal” que sueña la ultraderecha católica
En los pasillos del Vaticano, se habla en voz baja de ciertos nombres y perfiles preferidos por los sectores ultraconservadores. ¿Cómo sería el “papa ideal” para esta facción? De entrada, un restaurador litúrgico: quieren a un pontífice que reviva la misa tridentina en latín —el antiguo rito anterior al Concilio Vaticano II— como estandarte de tradición. Quieren a alguien que frene en seco cualquier apertura doctrinal que vislumbre Francisco. Eso incluye oponerse frontalmente al matrimonio igualitario y a toda bendición de parejas homosexuales. Cabe recordar que Francisco llegó a sugerir tolerancia pastoral hacia uniones civiles, abriendo la puerta a bendiciones bajo ciertas condiciones, algo que enfureció a sus detractores. Para los ultras, “Dios no puede bendecir el pecado” y el próximo Papa debe dejarlo tajantemente claro.
Otra cualidad indispensable de este papa soñado: que desautorice o minimice las enseñanzas sociales y ecológicas de Francisco. En sus diez años, el papa difunto publicó encíclicas de fuerte tono progresista como Laudato si’ (sobre el cuidado del ambiente) y Fratelli tutti (un alegato por la fraternidad humana criticando el neoliberalismo). Los ultraconservadores tildan estos textos de “ideología verde” y “agenda antimercado”, alejados —según ellos— de la misión espiritual de la Iglesia. Anhelan un Papa que vuelva al púlpito moral tradicional y evite discursos sobre cambio climático o justicia social.
En esta lista de “papables” afines al ala dura surgen nombres recurrentes. El primero: Robert Sarah, cardenal de Guinea de 79 años, ex prefecto de liturgia. Africano pero férreo guardián de la ortodoxia europea, Sarah es idolatrado por conservadores por su defensa de la misa en latín y sus libros lamentando la “decadencia de Occidente” y el avance del secularismo. Su perfil encarna esa mezcla peculiar que seduce a los ultras: voz del Sur Global con mentalidad rigorista. Junto a él suele mencionarse a Raymond Leo Burke, cardenal estadounidense de 76 años, quizás la cara pública más conspicua del tradicionalismo católico. Burke es conocido por celebrar frecuentemente la misa tridentina y por haberse enfrentado abiertamente a Francisco en temas de moral sexual y disciplina sacramental.
Fue uno de los cuatro cardenales que en 2016 enviaron las célebres dubia (preguntas críticas) al papa, desafiando su apertura hacia los divorciados vueltos a casar. Aunque Francisco lo marginó de la curia —“lo decapitó”, según grafitis anónimos que aparecieron en Roma— Burke siguió actuando como “gurú espiritual” de la oposición. Su apuesta sería un pontífice que revierta Amoris Laetitia y reafirme que solo los perfectos cumplenores pueden comulgar.
Junto a Sarah y Burke, otros nombres suenan en las tertulias ultraconservadoras. El cardenal Walter Brandmüller (Alemania, 94 años) y el recién fallecido George Pell (Australia) fueron parte de ese coro crítico; este último dejó escrito que el reciente Sínodo era un “sueño sinodal convertido en ‘pesadilla tóxica’” para la Iglesia. Entre quienes sí podrán votar en el cónclave, se habla del cardenal Peter Erdö (Hungría) o Dominique Mamberti (Francia) como opciones de consenso conservador: hombres discretos, de doctrina clásica. Y no falta quien proponga buscar en la periferia: ¿un papa africano o asiático de línea dura? Por ejemplo, Malcolm Ranjith, el arzobispo de Colombo (Sri Lanka), conocido por su rigor litúrgico y crítica al relativismo, o algún purpurado africano más joven moldeado en las enseñanzas de Juan Pablo II. “Necesitamos un Papa que vuelva a llamar al pan, pan, y al pecado, pecado”, resumía recientemente un blog tradicionalista, pintando el retrato robot de ese Vicario de Cristo “ideal” para la ultraderecha católica: litúrgicamente tradicional, doctrinalmente inflexible y políticamente conservador.
La red ultracatólica que quiere reconquistar Roma
La lucha por imponer un nuevo rumbo en la Iglesia tras la muerte del papa Francisco no se libra solo dentro de los muros del Vaticano. Una densa red internacional de alianzas ultraconservadoras lleva años preparando el terreno para este momento. Think tanks como el Instituto Dignitatis Humanae o Tradition, Family and Property (TFP), junto a movimientos como El Yunque, el Opus Dei o el Camino Neocatecumenal, han tejido complicidades con cardenales tradicionales y líderes políticos para influir en el próximo cónclave.
Una de las figuras clave en este entramado es Steve Bannon, exestratega de Donald Trump, quien intentó crear una “internacional cristiana” desde Europa con una academia de formación política en una abadía italiana. Aunque el proyecto fue cancelado, dejó claro el objetivo: moldear líderes católicos para combatir el progresismo, tanto dentro como fuera de la Iglesia. Bannon llegó a colaborar con el cardenal Raymond Burke y otros críticos de Francisco, a quienes identificó como aliados naturales en su cruzada cultural.
En América y Europa, organizaciones como TFP, HazteOir o CitizenGO han desplegado campañas digitales contra las reformas del papa Francisco, financiadas por sectores empresariales conservadores y apoyadas por medios afines. Estas plataformas han servido para articular discursos contra la inmigración, el ecologismo y la apertura pastoral del pontífice, reforzando la presión sobre la curia romana. En América Latina, el catolicismo integrista también ha nutrido esta red, especialmente en países como México, Colombia y Argentina.
En paralelo, sectores del Opus Dei y de los llamados “kikos” han trabajado discretamente desde dentro de la Iglesia para proteger estructuras de poder tradicionales. Aunque no siempre actúan de forma coordinada, comparten un mismo objetivo: revertir el legado de Francisco y restaurar una Iglesia jerárquica, doctrinalmente rígida y políticamente alineada con la nueva derecha global. El cónclave, para todos ellos, es mucho más que una elección espiritual: es una oportunidad histórica para reconquistar Roma.
Por lo pronto, Roma llora a un Papa difunto mientras en los pasillos se juega el futuro. “Es un honor que me ataquen”, dijo en una ocasión Francisco al saber de las críticas feroces que le lanzaban los círculos conservadores de EE.UU.. Ese honor se transforma ahora en testamento: la amplitud de esas críticas revela lo mucho que estaba en juego.