Entre los personajes singulares que dieron los siglos XV y XVI, uno destaca en sobremanera. Juana Vázquez Gutiérrez o quizá más conocida como Santa Juana de la Cruz, y aunque en realidad no fue santa, si tuvo el mérito de ser párroco siendo mujer.
La vida de Juana, tan cercana a lo sobrenatural, estuvo a medio camino entre la realidad y la leyenda, rodeada de prodigios como el don la xenoglosia (hablar lenguas que desconocía), la profecía o comunicarse con los animales, amén de una estrecha relación con un misterioso ángel custodio llamado Laurel.
Todo en torno a esta mujer son interrogantes pero más allá de las cuestiones milagrosas su paso por la historia es el de una verdadera pionera, una mujer que rompió esquemas de aquel entonces e incluso alguno del presente.
Juana nació en 1481 en el municipio toledano de Azaña, un pueblo que hoy no existe por aquello de que Franco en su afán de borrar toda huella de la república lo rebautizó como Numancia de la Sagra (para que luego digan que lo de cambiar los nombres es cosa de ahora).

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Sor Juana de la Cruz ¿una feminista en el siglo XVI?
 
Allí vivió sus primeros milagros incluso antes de nacer, pues dicen que en el vientre materno Juana estaba destinada a nacer varón pero por deseo expreso de la Virgen, Dios cambió de planes y le hizo nacer niña quedando como muestra la nuez  en su garganta. Pero si por algo destacó la joven Juana es por negarse a contraer matrimonio con el hombre que sus padres habían acordado. 

Cuando era una quinceañera se vistió  con las ropas de su primo y escapó del hogar para irse al beaterio de Cubas de la Sagra, una especie de organización un tanto al margen de la jerarquía eclesiástica que con el tiempo se convertiría en monasterio. Allí comenzó su vida religiosa en un ambiente profundamente espiritual pero a la vez profundamente femenino no en vano décadas antes en Cubas había tenido lugar la aparición de la Virgen a una joven que cuidaba cerdos y que a su vez libraría al pueblo del desenfreno en el que había caído.
Imagen 2La fuga de Juana escapando de la presión familiar se terminó convirtiendo en una romería que rememora sus pasos entre Numancia y Cubas de la Sagra

Juana de la Cruz no tardó en convertirse en la líder indiscutible de la comunidad y al adscribirse a la orden tercera de San Francisco ganó el favor de otro franciscano que por aquel entonces (1510) se había convertido en el político de mayor importancia en Castilla, el Cardenal Cisneros. Éste, al igual que otros líderes de la época (como Carlos V o el Gran Capitán) cayó rendido por el don de palabra de Juana y sus sermones hasta darle el título de párroco. Un cargo del que en cierto modo gozaba ya la abadesa de las huelgas el máximo exponente religioso entre las mujeres españolas.

 

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El cardenal Cisneros vieron una figura encomiable en sor Juana aunque esto le costó no pocos enemigos.

Pero a todo líder le surgen enemigos y la rivalidad surgió para Juana dentro del monasterio, aunque azuzado desde fuera. Los clérigos descontentos con que las almas de la parroquia de Cubas fuesen dirigidas por una mujer y no por un hombre, alentaron a la subpriora para que alzándose contra sor Juana acabase con aquella situación.
Finalmente Juana recuperó su cargo y lo que es más importante inmortalizó parte de su poder, con un volumen titulado “Libro del Conorte” en el que su secretaria personal, sor María Evangelista, transcribió “milagrosamente” los sermones de Juana y es que se supone que dicha monja amanuense no sabía leer ni escribir.

 
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Las ideas de Juana reflejadas en libros como este impidieron su canonización, seguramente porque fueron demasiado adelantadas a su tiempo. Fuente Biblioteca Nacional

Este libro, aunque conservado en la biblioteca del Escorial cayó pronto en el olvido al igual que pasó con la biografía que en 1610 escribió Antonio Daza y que para más inri terminó prohibida por la Inquisición. Evidenciando una vez más que la incomodidad que suscitó sor Juana no fue ninguna cuestión teológica (aunque también fue pionera en teología) si no sencillamente ser una mujer que demostró tener más cualidades que muchos hombres para ejercer el cargo que legítimamente había logrado.