El presidente Quim Torra ha alcanzado el protagonismo político interpretando el papel de líder de la resistencia a la supuesta persecución del Estado a toda simbología independentista, aunque, formalmente, su negativa a retirar los lazos amarillos del Palau de la Generalitat, exigida por la Junta Electoral, se basa paradójicamente en el rechazo al carácter partidista de los mismos. Para Torra, lo trascendente no es defender la presencia de lazos, banderas o pancartas en las sedes de las instituciones sino la desobediencia en sí misma. El día de su investidura ya proclamó que esta sería la etapa de la resistencia, su segunda prioridad. La primera, conseguir el retorno del presidente legítimo, Carles Puigdemont.

El pasado mes de agosto, Torra llamó al independentismo a la “resistencia a ultranza” contra la futura sentencia del 1-O, como hicieron los antepasados en 1714. La sentencia todavía está por conocer, pero Torra, que algunos medios afines califican del presidente de la resistencia, no había encontrado todavía la circunstancia propicia para protagonizarla en primera persona. Finalmente, la ocasión le ha llegado tras la denuncia presentada por Ciudadanos ante la Junta Electoral y la decisión de este organismo de exigir la retirada de símbolos no estrictamente institucionales de las fachadas de los edificios públicos.

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Torra es un devoto del 1714 y de la epopeya de la guerra de Secesión. De hecho, en su etapa como director del Born, el centro cultural que gestiona los restos arqueológicos del asedio de las tropas borbónicas a la ciudad defendida por los austriacistas, propició un significativo cambio en el relato del Procés. El ahora presidente, abanderó la tesis de la creación de un sustrato histórico de carácter épico como antecedente de la reclamación independentista para facilitar la movilización popular, en detrimento del mensaje “España nos roba”, cuya deriva economicista podía conectar negativamente con movimientos de insolidaridad como el de la Padania italiana.

El tira y afloja entre la Generalitat y la Junta Electoral por la simbología es el escenario ideal para Quim Torra y su gobierno, huérfano de gestión y de iniciativas parlamentarias capaces de entusiasmar a nadie. La presencia de lazos amarillos y esteladas en el conjunto del país y en las solapas de políticos y particulares no peligra, aunque el gobierno catalán decida aceptar el requerimiento para retirarlos tan solo durante la campaña electoral. No es cuestión de cantidad de símbolos, se trata del valor del gesto de desobediencia o acatamiento. La alcaldesa Ada Colau hizo retirar el lazo de la fachada del Ayuntamiento de Barcelona para no enfrentarse a la Junta Electoral y a las pocas horas, su aceptación de la legalidad era objeto de recriminación por falta de coraje ante el Estado.

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Los diferentes argumentos utilizados por Torra para no cumplir con el mandato de la Junta Electoral son solo una formalidad. La dificultad física de retirarlos todos, el respeto a la libertad de expresión de los funcionarios, el carácter no partidista de dichos símbolos dictaminado por el Parlament, todo ha sido rechazado por la Junta Electoral y finalmente, todo se reducirá a la decisión del presidente de la Generalitat de acatar o no el requerimiento. Su último recurso al Síndic de Greuges, Rafael Ribó, para que elabore un informe jurídico es una iniciativa sin recorrido, a pesar de la pretensión de convertirlo en vinculante por parte de Torra.

Torra no puede dejar pasar esta oportunidad de presentarse ante el movimiento independentista como un hombre de palabra si no quiere ver su prestigio como líder de la resistencia reducido a cenizas. Es su prueba de fuego. En realidad, esta es la única faceta en la que dispone de cierto crédito, dada su manifiesto desinterés per la gobernación del país y su aceptación de secundario de Carles Puigdemont, a quien guarda su despacho ante un eventual regreso y a quien cedería la presidencia de buena gana, dadas sus muchas manifestaciones de buen legitimista.

La provisionalidad de su cargo, admitida continuamente por él mismo, le beneficia ante su reto de desobediencia. El riesgo de negarse a cumplir el mandato de la Junta Electoral puede llegar a la inhabilitación, incluso quedarse en una simple multa; ni una ni otra sanción suponen un peligro para una carrera política no buscada y aceptada con cierta resignación. La inhabilitación incorporaría a Torra en el grupo de dirigentes reprimidos por el Estado, según la terminología soberanista, y eso incluso podría relanzar su imagen y sus propias aspiraciones políticas.