El Partido Nacionalista Vasco (PNV) es una de las formaciones políticas con un historial más extenso en España, solo superado por el Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Fundado por Sabino Arana en 1895 como un partido “vasco, democrático, humanista, abierto al progreso y a todos los movimientos de avance de la civilización que redunden en beneficio del ser humano, el PNV ha tenido un gran protagonismo no solo en la política del País Vasco sino también en la del conjunto de España. La ha tenido desde su misma fundación y hasta nuestros días, durante los últimos ya casi 125 años. Lo tiene ahora una vez más, como lo ha tenido en repetidas ocasiones desde el restablecimiento del sistema democrático en España.

Socio fundador en 1947, desde el exilio y en la clandestinidad, de la otrora influyente y poderosa Internacional Demócrata Cristiana, el PNV fue expulsado del Partido Popular Europeo (PPE) cuando ingresó en él el Partido Popular (PP). Ahora el PNV se alinea a nivel europeo con la Unión para la Democracia Francesa (UDF) y La Margherita italiana. Leal a la República antes, durante y después de la guerra civil, como lo fue también el otro partido democristiano que existía entonces en España -Unió Democràtica de Catalunya (UDC)-, el PNV fue víctima de la represión franquista y colaboró en todo tipo de acciones contra la dictadura fascista de Franco y también contra otras dictaduras, en no pocas ocasiones colaborando con los Estados Unidos, el Reino Unido y Francia.

A pesar de su abstención en el referéndum de aprobación de la Constitución de 1978, el PNV se ha mantenido en todo momento y circunstancia leal al Estado social y democrático de derecho consagrado en aquel texto. Sin renunciar en ningún caso a defender sus posiciones nacionalistas, el PNV se ha convertido, en estos ya más de cuarenta años, en una pieza fundamental para garantizar la estabilidad en la gobernación de España. Suyos han sido casi todos los “lehendakaris” que han presidido los gobiernos vascos desde 1980: Carlos Garaikoetxea, José Antonio Ardanza, Juan José Ibarretxe y el actual, Iñigo Urkullu, con la única excepción del socialista Paxi López. PNV y PSE han gobernado a menudo en coalición y vuelven a hacerlo ahora. Lejos parece haber quedado el trauma que representó la ruptura del fructífero Pacto de Ajuria Enea y su sustitución por el nefasto Pacto de Lizarra. Desaparecida ya por completo la amenaza criminal del terrorismo etarra y sus terribles consecuencias en todos los aspectos de la vida de la ciudadanía vasca -tan bien narrados por Fernando Aramburu en su magistral novela “Patria”-, la vieja alianza histórica entre PNV y PSE, nacida ya del combate antifranquista, vuelve a ser el eje en el que se fundamenta el progreso económico, social, cultural, institucional y cívico de un País Vasco que, afortunadamente, vuelve a vivir de una manera libre, ordenada y pacífica.

Visto desde Cataluña, da envidia. Sana, sí, pero envidia de verdad. Porque en el País Vasco el PNV, con todo su largo historial de acción política en su haber, con todos sus indudables aciertos y también con sus innegables errores, ha sido y es un partido que siempre se ha regido por el pragmatismo y a la vez por la lealtad institucional.

El nacionalismo catalán, aquella ya extinta Convergència Democràtica de Catalunya (CDC), aquella también ya desaparecida Convergència i Unió), aquella asimismo difunta Unió Democràtica de Catalunya (UDC), han muerto por consunción, en algunas ocasiones por simple suicidio político, provocado siempre o casi siempre por un producto tóxico llamado “procés”. Lo que queda de aquellas formaciones nacionalistas catalanas que casi monopolizaron el poder político en Cataluña durante las últimas décadas, se diluye en unas siglas que se mueven en un interminable proceso de mutación, extinción y sustitución -PDECat, JxSí, JxCat… En el PNV se avanza por el pragmatismo y la lealtad institucional, ahora ya sin ningún tipo de amenaza violenta. Mientras, en Cataluña los nacionalistas se debaten en sus eternas ensoñaciones, no son capaces de asumir con rigor la imprescindible lealtad institucional, y encima son cómplices o incluso complacientes con quienes quieren imponernos su barbarie.