En los últimos meses, el orden nuclear mundial ha entrado en aguas inexploradas. La era de las dos superpotencias de la Guerra Fría ha dado paso a un panorama multipolar fracturado. La larga confianza de Europa en las armas y garantías de Estados Unidos está en peligro; están surgiendo nuevas potencias con armamento nuclear y en Oriente Medio se ha desatado un conflicto atómico regional. Para complicar aún más las cosas, los pactos de disuasión y los tratados de control armamentístico establecidos se están resquebrajando bajo una atmósfera altamente volátil. Siguiendo los análisis más recientes de los expertos, descubrimos que una disuasión realista y los objetivos de no proliferación tiran ahora en direcciones opuestas, algo que Mark S. Bell y Fabian R. Hoffmann han definido recientemente cómo un “trilema nuclear”, que pocos Estados, si es que hay alguno, pueden resolver completamente. En la práctica, los gobiernos se verán obligados a realizar dolorosos equilibrios entre la disuasión, la estabilidad y la no proliferación.

Esto no se trata de un ejercicio académico. Durante este mes de junio, las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) lanzaron por sorpresa una oleada de ataques contra las instalaciones nucleares y militares de Irán en lo que se denominó Operación León Naciente, a la que siguió días después el lanzamiento por parte de Estados Unidos bombas rompebúnkeres ―unos proyectiles de 13.600 kilogramos de peso― sobre las plantas de enriquecimiento de uranio de Fordo y Natanz en su operación Martillo de Medianoche. Ante esto, Irán respondió con el lanzamiento de misiles y cientos de drones kamikaze sobre Israel y una base militar estadounidense en Doha, Qatar. Tras ello, Donald Trump anunció un alto al fuego entre el Estado judío y el país de los ayatolás, pero el programa nuclear de Teherán ―desde hace tiempo en la cúspide de la capacidad armamentística― se encuentra en el centro de esta crisis. Ambas partes se declaran dispuestas a dialogar, pero la desconfianza es profunda. Los acontecimientos ya han modificado los cálculos en Oriente Medio y más allá, en un momento en que París, Londres, Pekín, Moscú, Seúl y Tokio están reconsiderando sus propias posturas nucleares. Incluso los aliados tradicionales están cuestionando la credibilidad de la disuasión ampliada, mientras que el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) se enfrenta a su reto más complicado desde 1970.

El panorama es dramático. Como advierten Vipin Narang y Pranay Vaddi, colaboradores de Foreign Affairs, “las armas de destrucción masiva han vuelto con fuerza”. En Europa, los responsables políticos deben decidir cómo disuadir a una Rusia revanchista si el apoyo de Estados Unidos flaquea; en Asia, Washington se enfrenta al reto de disuadir a dos grandes rivales simultáneamente; y en Oriente Medio, el cálculo del primer paso se ha reajustado por el enfrentamiento entre Israel e Irán. Este artículo analiza estos retos convergentes basándose en informes políticos y análisis de las noticias recientes para explicar por qué las opciones nucleares de Europa son tan tensas, cómo un orden nuclear verdaderamente multipolar pone a prueba la estrategia de Estados Unidos y cómo la crisis iraní está agitando el espectro de la proliferación atómica desde Riad hasta Seúl. Además, se evaluará la credibilidad de las medidas disuasorias de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña y se explorarán que políticas podrían detener esta peligrosa deriva.

El dilema nuclear europeo: disuasión vs soberanía

Los líderes europeos llevan mucho tiempo dando por sentado que el paraguas nuclear estadounidense garantiza su seguridad. Pero las perturbaciones de la segunda era Trump ―escepticismo hacia los aliados, luchas arancelarias y coerción rusa― han reavivado las viejas dudas: ¿“cambiará Washington Nueva York por París” en un evento nuclear como ya temió en su día Charles De Gaulle? Con esta duda ahora, Europa se enfrenta a lo que el analista Mark S. Bell llama un “trilema nuclear”. El trilema implica tres objetivos mutuos: disuasión creíble frente a la agresión rusa; estabilidad estratégica (es decir, pocos incentivos para que cualquiera de las partes utilice primero las armas nucleares); y la no proliferación. En teoría, a Europa le gustarían los tres objetivos. En la práctica, como señala Bell “elegir cualquiera de los dos hace del tercero imposible”.

A modo de ejemplo: Europa podría aspirar a la estabilidad y la no proliferación confiando exclusivamente en la disuasión franco-británica y las limitadas fuerzas convencionales europeas. En este escenario no aparecerían nuevas armas nucleares. Pero Bell advierte que “la postura defensiva de Europa frente a Rusia carecería de credibilidad” en este escenario. Moscú posee miles de armas nucleares de corto alcance y podría emprender lo que los estrategas denominan “santuarización agresiva”, utilizando armas nucleares limitadas para mantener cualquier avance que consiga en el flanco oriental de la OTAN. Con sólo Reino Unido y Francia como potencias nucleares, los gobiernos europeos probablemente retrocederían antes que arriesgarse a una escalada total. En definitiva, sin el apoyo de Estados Unidos, la influencia nuclear de Moscú sería enorme.

Alternativamente, Europa podría intentar preservar la disuasión y la estabilidad permitiendo la proliferación en el continente, convirtiendo de hecho algunos lugares como Polonia o incluso Alemania en Estados con armamento nuclear. Pero los países de la primera línea se sentirían entonces existencialmente amenazados si fueran invadidos ―y necesitarían sus propias bombas para disuadir a Rusia―. Por supuesto, esta opción haría estallar el TNP. Como señala sombríamente el experto, permitir la proliferación en Europa “bien podría asestar un golpe mortal al TNP” y provocar ataques preventivos de Rusia contra cualquier nuevo programa nuclear europeo. En términos prácticos, es política y logísticamente prohibitivo: construir una bomba desde cero en Polonia o Alemania llevaría años de esfuerzo industrial ―en los que probablemente Rusia atacaría primero―, y destrozaría décadas de normas de no proliferación.

La opción políticamente más aceptable por ahora ―lo que Bell denomina “no proliferación y disuasión creíble”― significa aceptar unas defensas convencionales debilitadas y confiar en que Gran Bretaña y Francia proporcionen una garantía nuclear a Europa Oriental. En este modelo, se trataría esencialmente de un “paraguas nuclear” franco-británico para los países bálticos. Se sacrificaría una medida de estabilidad: ahora las crisis en las que esté implicada Rusia conllevarían un riesgo significativamente mayor de escalada nuclear. Pero se evita el caos de la proliferación.

Bell concluye que “alguna versión de la disuasión nuclear ampliada británica o francesa puede resultar en última instancia más atractiva”. Sin embargo, la disuasión ampliada conlleva costes y riesgos. El arsenal de ninguno de los dos países está estructurado para afrontarlos plenamente. Los cuatro submarinos británicos Vanguard y la media docena de submarinos con misiles balísticos de Francia están dimensionados para tomar represalias contra amenazas importantes, no para ir a la guerra en nombre de aliados más pequeños. Ambos se basan en la ambigüedad: Londres y París se niegan a prometer cómo o cuándo utilizarían sus armas nucleares, precisamente para mantener a los adversarios en la incertidumbre. Pero puede que la ambigüedad no tranquilice a las capitales bálticas a las que cubren.

Incluso si Londres y París modifican sus doctrinas para ser más explícitos en la defensa de sus aliados, las lagunas en materia de armamento persisten. Bell sostiene que cualquiera de los dos países necesitaría años de inversión para “aumentar la escala y diversidad de sus arsenales nucleares” a fin de amenazar de forma creíble a Rusia en un conflicto regional. Eso significaría añadir más cabezas nucleares y sistemas de lanzamiento ―en particular bombas de corto alcance o misiles de crucero― de los que poseen actualmente, y posiblemente desarrollar nuevas doctrinas que contemplen el primer uso en una crisis. El ministro de Defensa francés, Sébastien Lecronu, ha subrayado que “nuestra disuasión nuclear es francesa y lo seguirá siendo”, lo que implica que el control nunca se cederá al mando colectivo europeo. Pero, al mismo tiempo, el presidente Emmanuel Macron ha invitado a debatir una “dimensión europea” de la disuasión francesa. La tensión es real: Marine Le Pen y otros recuerdan a los parisinos que la disuasión sigue siendo un arma soberana.

Gran Bretaña tampoco es una solución perfecta. El arsenal de Londres es efectivamente “independiente desde el punto de vista operativo”, pero depende de Estados Unidos para la tecnología de misiles y el apoyo logístico. En la práctica, el sistema británico es interoperable con las fuerzas del Trident de Estados Unidos, no una disuasión totalmente separada. En definitiva, ni Francia ni Gran Bretaña pueden defender unilateralmente a Europa Oriental como lo hicieron en su día las fuerzas estadounidenses. Cualquier esquema de disuasión ampliada sería “más arriesgado y frágil” que lo que Estados Unidos ha ofrecido a la OTAN durante décadas. Pero las opciones de Europa son limitadas: Bell sostiene que sería mejor aceptar los costes de un paraguas ampliado franco-británico que apostar por la moderación rusa o permitir que la proliferación se descontrole. Mientras tanto, la OTAN ha dado pasos modestos: mejora de las fuerzas convencionales en el Báltico, coordinación más estrecha de las fuerzas británicas y francesas y compromisos públicos. Pero los analistas insisten en que todavía puede transcurrir una década antes de que pueda establecerse una defensa europea sólida. Los cálculos a los que se enfrentan en Berlín, Varsovia, Helsinki y, por qué no decirlo, Madrid, podrían ser muy duros: sin las garantías nucleares de Washington, ¿confiarían en un frágil escudo franco-británico o considerarán la posibilidad de lanzarse ellos mismos a por la bomba?

El retorno de la rivalidad nuclear multipolar

Mientras Europa lidia con la fiabilidad de Estados Unidos, Washington se enfrenta a una cascada de nuevos retos nucleares procedentes de Rusia, China y otros países. El colapso de la Unión Soviética dio paso a una breve esperanza de una era postnuclear, pero ahora, el panorama atómico requiere un compromiso de los más altos dirigentes del gobierno. En Asia, el presidente chino, Xi Jinping, ha hecho una apuesta impresionante por la expansión nuclear. A finales de 2019 dirigió una acumulación que, según estimaciones del Pentágono, ha duplicado las ojivas desplegadas por China de aproximadamente 300 a unas 600 en solo cinco años. Pekín está en camino de desplegar alrededor de 1.000 armas nucleares para 2030, y quizás 1.500 para 2035. Además, el programa incluye ahora docenas de misiles balísticos intercontinentales, nuevos misiles portátiles y vehículos de planeo hipersónico. Como observa un análisis, este aumento no se limita a contrarrestar las defensas antimisiles estadounidenses, sino que es lo suficientemente grande como para “desarticular o desbordar” los sistemas americanos de detección e interceptación. En efecto, China se está asegurando de que, si fallara la disuasión, podría alcanzar ciudades y fuerzas estadounidenses al otro lado del Pacífico.

Rusia, por su parte, también se ha modernizado abruptamente. El ejército de Vladimir Putin cuenta con sistemas novedosos ―desde armas hipersónicas hasta drones con armamento nuclear― y ha reanudado los ejercicios de alerta máxima. Moscú posee unas 2.000 cabezas nucleares de uso subestratégico (corto alcance) en Europa, muchas más que el inventario de la OTAN. Entre 2022 y 2025, Rusia ha demostrado su voluntad de utilizar el ruido de sables atómico para disuadir la intervención occidental. El Kremlin ha convertido en arma la ambigüedad de sus amenazas, poniendo a prueba los nervios de la OTAN al hablar de armas nucleares en el campo de batalla si Ucrania es defendida de forma directa.

Al mismo tiempo, Corea del Norte sigue mejorando su capacidad disuasoria. Tras haber adquirido misiles balísticos intercontinentales, Pyongyang trabaja en motores de cohetes más potentes, vehículos de reentrada y, tal vez, misiles hipersónicos. Su estrecha relación con Rusia también está redibujando el mapa: en una crisis, China, Rusia y Corea del Norte podrían coordinar estrategias contra los aliados de Estados Unidos. Cuando un país nuclear se lanza, otros pueden seguirle de forma oportunista.

El efecto práctico es que Estados Unidos se enfrenta ahora no a uno, sino a múltiples competidores nucleares. El Exsecretario General de la OTAN, Jens Stoltenberg, advirtió a la alianza de que éste es un “mundo más peligroso”. Una “Guía de Planificación Nuclear” de Estados Unidos reconocía el problema sin rodeos: Washington debe prepararse para disuadir a China, Corea del Norte y Rusia “simultáneamente” en paz, crisis y conflicto. Esto es una situación sin precedentes. Durante la Guerra Fría, Estados Unidos podía centrarse en la Unión Soviética; incluso durante la década de los 90, China era mucho más débil. Ahora los estrategas estadounidenses se preocupan por disuadir de una agresión tanto a Europa como a Asia a la vez.

Hacer frente a este reto exigirá algo más que mantener el rumbo. Como concluye un estudio, Estados Unidos no puede limitarse a desplegar menos armas para servir a sus aliados, sino que puede necesitar más sistemas, diferentes y mejores que nunca. Eso podría significar nuevos misiles de menor potencia lanzados desde el mar o el aire en Asia, más cabezas nucleares en submarinos e incluso recargar ojivas adicionales en misiles y bombarderos para cubrirse frente a futuros déficits. Estas medidas pretenden reforzar las opciones de contrafuerza, preservando la capacidad de Estados Unidos para atacar directamente a las fuerzas nucleares del adversario. Los analistas advierten contra un cambio generalizado a una doctrina de “contrafuerza” (es decir, apuntar a las ciudades), ya que hacerlo asustaría a los aliados y expondría demasiado el territorio nacional de Estados Unidos. En su lugar, el énfasis se pone en ajustar la composición de las fuerzas, no en disparar el tamaño de los arsenales. En otras palabras, Estados Unidos debería mantener una paridad aproximada con los arsenales combinados de China y Rusia, pero diversificando en caso necesario para Asia frente a Europa.

Sin embargo, la modernización es lenta. Los programas del Pentágono para nuevos misiles, submarinos y bombarderos van con retraso, y los límites existentes para el control de armas expirarán pronto. El Nuevo START (el último tratado que queda entre Estados Unidos y Rusia) expira en 2026 sin que haya un sustituto claro. Para evitar una carrera armamentística desenfrenada, los expertos instan a la administración Trump a renegociar proactivamente los regímenes de control de armamento para incluir a China y otros países, por ejemplo, elevando los límites de las cabezas nucleares para que Moscú esté de acuerdo. Tales innovaciones podrían ganar tiempo y estabilidad: permitir unas cuantas cabezas nucleares estadounidenses adicionales en los misiles podría aplacar las preocupaciones rusas lo suficiente como para ampliar la verificación de los límites, liberando a Estados Unidos para contrarrestar los nuevos silos de misiles balísticos intercontinentales de China sin romper el equilibrio con Rusia. Más allá de los tratados formales, se han propuesto “guardarraíles nucleares” ―acuerdos informales en ámbitos estratégicos, no estratégicos e incluso de defensa antimisiles―, aunque conseguir la firma de tres adversarios sigue siendo una tarea difícil.

Por ahora, el mensaje predominante de los analistas estadounidenses es claro: tras décadas de esperanza de que las armas nucleares desaparecieran, su influencia está proliferando. Las amenazas se multiplican en nuevos frentes, y Washington debe volver a hacer hincapié en la disuasión. Los norteamericanos ya no deben relegar la planificación nuclear a un silencioso cuadro de trastienda. En su lugar, los altos dirigentes deben volver a comprometerse con la estrategia nuclear, algo que la URSS impulsó en su día y que un nuevo informe califica de “alerta de huracán” a las puertas de Washington.

Adaptación de la postura nuclear estadounidense

Mientras Washington se prepara para esta era de múltiples adversarios nucleares, también debe asegurar a sus aliados que las garantías de seguridad de Estados Unidos siguen siendo sólidas. Durante décadas, Estados Unidos extendió su paraguas sobre docenas de países; ninguna otra potencia ha igualado ese compromiso. Se trataba de una estrategia deliberada para evitar que los aliados buscaran sus propias armas. De hecho, muchos expertos atribuyen al paraguas estadounidense la prevención de la proliferación nuclear en Estados clave: Alemania, Japón, Corea del Sur, Taiwán y otros optaron por programas civiles en su lugar, porque sus defensas estaban cubiertas por Washington. Sin embargo, ahora, esas garantías se están debilitando.

Los políticos de Corea del Sur y Japón, antaño incondicionales de las armas nucleares, vuelven a debatir sobre la disuasión autóctona. Encuestas recientes muestran que una gran mayoría de surcoreanos apoya la adquisición de armas nucleares si Corea no se siente protegida. Resumiendo, la credibilidad de la disuasión ampliada estadounidense ―la garantía de que Estados Unidos se arriesgaría a una guerra nuclear para defender a un aliado― está sometida a una presión sin precedentes. Los analistas señalan sin rodeos que si se considera que la garantía nuclear estadounidense “ya no quiere o no puede”, la proliferación aliada está prácticamente asegurada.

Para reforzar la disuasión, Estados Unidos está buscando soluciones a corto plazo. Algunas de las ideas que se están barajando son cargar ojivas adicionales en los ICBM Minuteman (que actualmente sólo llevan una cada uno), prolongar la vida útil de los submarinos de la clase Ohio más allá de lo previsto, e incluso reactivar sus tubos de misiles “cerrados” para añadir más misiles Trident. El Congreso ha ordenado recientemente el desarrollo de un misil nuclear de crucero lanzado desde el mar para los submarinos estadounidenses, un arma de potencia limitada para dotar a la región del Indo-Pacífico de su propia opción de escalada y liberar los Trident existentes para objetivos de contrafuerza. En Europa, la OTAN está estudiando si los cazas F-35 o los nuevos misiles de crucero lanzados desde tierra podrían transportar bombas nucleares a medida que se vaya retirando el antiguo B61-12. Estas medidas pretenden dar respuesta a las necesidades específicas de la alianza, incluso mientras continúa la modernización general.

Igual de importante es mostrar determinación. Políticamente, Washington debe dejar claro que sus garantías nucleares son férreas. Los líderes estadounidenses se han apresurado a respaldar el derecho de Israel a atacar a Irán y han enviado portaaviones y defensas aéreas a la región. El presidente Trump elogió públicamente la campaña de Israel y afirmó repetidamente el apoyo estadounidense y la ayuda militar, aunque se detuvo en ordenar ataques ofensivos estadounidenses hasta hace poco. En Europa, los secretarios de Defensa estadounidenses han visitado las capitales para tranquilizar a los aliados y reafirmar la estrategia nuclear de la OTAN. La esperanza es impedir una reacción en cadena de proliferación aliada: en el Atlántico, eso significa calmar los nervios de polacos y alemanes; en Asia, recordar a Seúl y Tokio que su seguridad depende de Washington, no de China o Corea del Norte.

Por último, la política estadounidense debe equilibrar la disuasión con la diplomacia. El objetivo declarado de Washington desde hace tiempo sigue siendo impedir que Irán (y otros países) consigan nunca una bomba. En opinión de Estados Unidos e Israel, los recientes ataques militares han “dañado gravemente” el programa iraní. Pero la acción militar por sí sola no puede eliminar las capacidades latentes. Los expertos señalan que las reservas de uranio enriquecido permanecen prácticamente intactas, y las fábricas de centrifugadoras, aunque destrozadas, podrían reconstruirse con el tiempo. El equipo de Trump (cuya orientación hace hincapié tanto en la disuasión como en la diplomacia) presiona ahora a Irán para que vuelva a la mesa de negociaciones bajo los términos de Estados Unidos, al tiempo que rechaza las demandas iraníes de reanudar el alivio de las sanciones. Cualquier acuerdo futuro insistirá probablemente en compromisos “verificables” por parte de Teherán ―uno de los objetivos de los ataques― para limitar el enriquecimiento y destruir los componentes residuales de las cabezas nucleares.

¿Y China y Rusia? Algunos expertos han planteado la idea de que Washington podría sacrificar un poco su postura de guerra nuclear para atraer conversaciones de control de armas con ambos países. Por ejemplo, una sugerencia es un nuevo tratado START modificado que permita a EE.UU. aumentar el límite máximo de cabezas nucleares desplegadas, pero limitando los sistemas lanzamiento. Las ojivas estadounidenses adicionales preservarían la capacidad de contrafuerza de Estados Unidos contra China sin socavar el equilibrio con Moscú. No se sabe con certeza si Pekín o Moscú aceptarían este tipo de acuerdos, pero algún tipo de límites o códigos de conducta podrían al menos frenar la carrera desenfrenada.

Ahora, Estados Unidos está tratando de enhebrar una aguja: adaptar su arsenal atómico y su postura a las nuevas realidades sin abandonar el acuerdo de disuasión ampliada que sustenta la no proliferación internacional. Como advierten Narang y Vaddi, “Estados Unidos no puede limitarse a esperar que la gran expansión nuclear de China pueda revertirse algún día”. Sin embargo, cualquier cambio importante en la estrategia de Estados Unidos corre el riesgo de alienar a los aliados. El consenso general es que unos ajustes moderados ―mezclados con un liderazgo claro― pueden preservar la disuasión a un coste manejable, pero sólo si se hacen con prontitud.

Los puntos calientes de Oriente Medio

Mientras Europa y Asia recalibran un equilibrio nuclear cambiante, Oriente Medio se ha visto convulsionado por una crisis que pone de relieve lo que está en juego. Irán lleva mucho tiempo desarrollando un programa de enriquecimiento de uranio que sus dirigentes insisten en que está destinado a la energía civil y la investigación médica, pero que los servicios de inteligencia occidentales temen que pueda desviarse hacia la fabricación de bombas. Cuando fracasaron los esfuerzos diplomáticos, Israel decidió atacar. A mediados de junio, las Fuerzas de Defensa de Israel lanzaron una campaña aérea por sorpresa dirigida contra instalaciones nucleares, bases de misiles y cuarteles militares iraníes.

En cuestión de horas, el gobierno de Benjamin Netanyahu citó información de inteligencia desclasificada para justificar la operación: Los esfuerzos iraníes por “producir miles de kilogramos de uranio enriquecido” en emplazamientos subterráneos fortificados habían llevado su programa “a un punto de no retorno”, afirmaban. Las FDI alegaron además que Irán había estado desarrollando componentes de armas nucleares durante años. Esta evaluación contradecía directamente una conclusión de los servicios de inteligencia estadounidenses publicada sólo unos meses antes, que había informado de que Irán “no está construyendo un arma nuclear”.

Tras dos días de ataques, cientos de objetivos ―incluidos Natanz, Fordo, el reactor de agua pesada de Arak, la fábrica de centrifugadoras de Karaj y emplazamientos militares en Teherán― resultaron dañados o destruidos. Los analistas del Instituto para la Ciencia y la Seguridad Internacional (ISIS) que examinaron las imágenes por satélite informaron de que "los ataques de Israel y Estados Unidos han destruido efectivamente el programa de enriquecimiento por centrifugación de Irán. Pasará mucho tiempo antes de que Irán se acerque a la capacidad que tenía antes del ataque". Resulta crucial que las reservas de uranio enriquecido (algunas ya con una pureza del 60%) sigan dispersas y que muchas instalaciones dañadas puedan reconstruirse. El ISIS advierte de que el uranio y las centrifugadoras que le quedan a Irán ―aunque muy reducidas― seguirían requiriendo una estricta verificación como parte de cualquier acuerdo de alto el fuego.

La respuesta de Teherán no se hizo esperar. En dos oleadas, los días 14 y 15 de junio, la República Islámica lanzó más de 100 drones kamikaze y una andanada de misiles balísticos contra Israel. Muchos fueron interceptados por los sistemas de defensa antimisiles de Israel (con ayuda logística estadounidense); algunos cayeron en Tel Aviv y otras ciudades, causando decenas de víctimas. Un portavoz israelí describió ataques de “decapitación” dirigidos a los altos mandos militares iraníes, con el objetivo de impedir cualquier recuperación del programa. Por primera vez, funcionarios iraníes reconocieron públicamente que Israel había atacado instalaciones nucleares en su territorio. El presidente Trump calificó la campaña de “éxito militar espectacular” y llegó a afirmar en televisión que las instalaciones de enriquecimiento iraníes habían sido “total y completamente destruidas”.

Como era de esperar, los dirigentes iraníes prometieron represalias. Portavoces de la Guardia Revolucionaria advirtieron a las fuerzas estadounidenses e israelíes de que “todas las opciones” estaban abiertas, y se movilizaron para cerrar el estrecho de Ormuz (que amenaza casi una cuarta parte del tráfico mundial de petróleo). En un discurso televisado, Trump instó a Irán a hacer las paces o “los futuros ataques serían mucho mayores y mucho más fáciles”. Incluso dejó entrever la posibilidad de un cambio de régimen si Irán no cumplía las exigencias estadounidenses.

La diplomacia quedó momentáneamente en suspenso. Irán suspendió inmediatamente las conversaciones indirectas con Washington y culpó públicamente a Estados Unidos de los ataques israelíes. El ministro de Asuntos Exteriores Abbas Araghchi declaró que las negociaciones sólo se reanudarían “después de que [Irán] hubiera tomado represalias”. Los enviados estadounidenses presionaron a otras capitales para que instaran a la moderación; China y Europa pidieron cautelosamente el diálogo. El presidente Trump contraatacó llamando “Día 61” al plazo de 60 días que había fijado para que Irán frenara su programa, dando a entender que Irán no tenía posibilidades a menos que capitulara. A finales de junio, se produjo un tímido alto el fuego mediado a través de Omán, con informes de que representantes estadounidenses e iraníes podrían reunirse, un giro radical tras casi dos décadas de hostilidad. Trump anunció planes para mantener conversaciones directas con Teherán “la próxima semana” para negociar un nuevo acuerdo, aunque sigue sin estar claro qué concesiones hará cada parte.

Las consecuencias para Oriente Medio son profundas. Arabia Saudí, los Emiratos Árabes Unidos y otros Estados del Golfo temen desde hace tiempo el auge nuclear de Irán; si Teherán detonara una bomba, Riad y El Cairo podrían sentirse obligados a adquirir sus propias armas disuasorias. De hecho, incluso antes del reciente conflicto, regiones como el Golfo, Asia Oriental y quizá partes de Europa tenían “mayores incentivos para adquirir armas nucleares y menos obstáculos” que en cualquier otro momento en décadas. Muchos analistas advierten que el choque Irán-Israel podría desencadenar una reacción en cadena: los archienemigos de Irán en el Golfo intensificarán los lazos de seguridad con Israel y Estados Unidos, mientras que aliados de larga trayectoria como Turquía o Pakistán podrían verse tentados a rearmarse.

En Irán, la reacción popular ha sido compleja. Grandes multitudes se congregaron para apoyar la narrativa de “resistencia” del régimen, pero muchos iraníes expresan en privado su enfado con los dirigentes por permitir que el país sufriera un golpe tan profundo. Figuras de la oposición (e incluso ayatolás) sugieren en voz baja reformas para acabar con el aislamiento internacional de Irán, sobre todo porque los ataques masivos han puesto de manifiesto lo vulnerables que son los centros de mando y los científicos iraníes. La represión de la disidencia por parte del régimen ya ha comenzado en serio (con miles de detenciones tras los ataques), pero no puede devolver por completo el genio a la lámpara.

Para Israel, el dilema a corto plazo es diferente: logró la sorpresa estratégica, pero ahora debe prepararse para cualquier represalia iraní, ya sea por misiles, drones o proxy. Las fuerzas estadounidenses en la región han activado medidas de defensa. Sobre todo, el enfrentamiento ha obligado a los israelíes a lidiar con los límites de su propia disuasión: la guerra demostró que Irán puede contraatacar dentro de Israel, y que confiar en su máximo aliado para golpes más profundos es complicado.

Pase lo que pase, una cosa está clara: la no proliferación en Oriente Medio está en graves apuros. El presidente iraní, un moderado elegido el año pasado, ha insinuado que sólo un amplio cambio interno puede sobrevivir a este calvario. Pero si al final Teherán reconstituye clandestinamente su programa (como esperan Estados Unidos e Israel), las presiones latentes sobre la proliferación en la región no harán sino intensificarse. Los defensores de la no proliferación se preocupan en voz alta: si Israel necesitara bombardear Irán para detenerlo, ¿podrá Arabia Saudí vivir sólo con la presión diplomática? Si Irán adquiere una bomba, ¿seguirán Egipto o Turquía sin ser nucleares? Estas preguntas evidencian que la carrera de armamento convencional en Oriente Medio ha saltado al terreno nuclear con una profunda incertidumbre.

Capeando la tormenta nuclear

Vivimos un momento crucial en la era nuclear. Ninguna de las antiguas certezas puede darse por sentada. La primacía nuclear estadounidense se está erosionando ante nuevos competidores; la disuasión europea de posguerra ha disminuido; y un polvorín en Oriente Medio amenaza con desencadenar una carrera armamentística más amplia. Sin embargo, no se trata de elegir entre libertad nuclear o desarme: la realidad es un peligroso punto muerto en el que todas las partes creen que necesitan más poder nuclear para disuadir a los demás. La tarea clave ahora es la gestión: evitar que cualquier crisis se convierta en un uso real y prevenir nuevas cascadas de proliferación.

El consenso de los expertos es que ni la ingenuidad ni la negligencia funcionarán. Los aliados deben tener la firme garantía del compromiso estadounidense de que se mantiene la disuasión ampliada, incluso cuando esa postura se recalibre para reflejar las nuevas amenazas. Los Estados europeos no pueden simplemente rearmarse de forma convencional con la rapidez suficiente para sustituir las garantías nucleares; en todo caso, puede que tengan que ayudar a asumir la carga mediante una coordinación más estrecha entre el Reino Unido y Francia (a falta de construir sus propias bombas). En Asia, socios como Japón y Corea del Sur necesitarán garantías de seguridad ―quizás a través de nuevas consultas de disuasión ampliada o transferencias de capacidades― para disuadirles de recurrir a la energía nuclear. El ejército estadounidense también podría desplegar fuerzas nucleares más avanzadas en regiones clave.

La diplomacia debe jugar su papel. El último objetivo de Washington debe ser obligar a Irán (y a Corea del Norte) a respetar unas restricciones estrictas y verificables, pero no sin ofrecer concesiones mutuas que limiten su capacidad nuclear propia. Como instó el expresidente John F. Kennedy, la no proliferación es un “bien público mundial”. Estados Unidos ha heredado la carga del liderazgo ―irónicamente, la misma posición que esperaba que desapareciera a finales del siglo XX―. Reactivar los diálogos sobre el control de armamentos y reafirmar las garantías de la alianza no son sólo tareas idealistas, sino necesidades pragmáticas. Cada señal de que el orden nuclear se gestiona ―y no se ignora― refuerza la disuasión en general.

Finalmente, incluso mientras los políticos debaten presupuestos y tratados, las sociedades deben volver a aprender las lecciones de la Guerra Fría. Lo que está en juego en la disuasión estratégica tiene consecuencias reales para los civiles; aumentar la concienciación pública y la capacidad de resistencia será una medida de credibilidad. Los dirigentes deben hablar con franqueza sobre la dimensión nuclear de la seguridad: como concluye un informe, nada tranquilizará más a Europa o Asia que saber que sus dirigentes “se están preparando activamente para los próximos desafíos”. En este momento, la complacencia es peligrosa. Ochenta años después de Hiroshima y Nagasaki, el mundo puede estar de nuevo al borde de un huracán nuclear. Que podamos evitarlo depende de que tomemos decisiones estratégicas claras, y del valor de tomarlas hoy.

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