No es solo una anécdota. Cuando Mark Rutte, nuevo secretario general de la OTAN, se refirió a Donald Trump como “daddy” en plena rueda de prensa, no activó solo las alarmas del protocolo. Lo que muchos vieron como un desliz personal —una broma, una licencia— ha reavivado un debate profundo sobre la posición de Europa en el tablero global. Porque si a las palabras las sostiene una actitud, la imagen que proyectó Rutte fue la de un dirigente europeo postrado, celebrando sin matices la retórica del hombre que dinamita consensos y amenaza alianzas. ¿Está la Unión Europea dispuesta a asumir ese papel de vasallaje?
El episodio ocurrió durante la cumbre de la OTAN en La Haya (24–25 de junio de 2025), donde Rutte —apenas unos días en el cargo— intervino para respaldar públicamente la agresiva postura de Trump frente a Irán e Israel, justo después de que el expresidente estadounidense le obligara a asumir como objetivo el aumento del gasto militar al 5 % del PIB. Rutte no solo acató. Le escribió en privado para felicitarle y Trump, ufano, lo hizo público en Truth Social. Después, en público, lo llamó “daddy”. La escena se volvió viral.
Las reacciones no tardaron. Desde los medios hasta el Congreso español, se multiplicaron las críticas a lo que se interpretó como una genuflexión política y simbólica.
Todo esto se produjo en un contexto en el que la OTAN, y por extensión la Unión Europea, atraviesa una crisis de identidad. Trump ha regresado al centro del tablero como una figura capaz de condicionar, con amenazas o promesas, la seguridad continental. Su exigencia: que los socios europeos dupliquen su inversión militar. Rutte, lejos de confrontar, propuso una fórmula que satisficiera el mandato de Washington: un 3,5 % para defensa directa y un 1,5 % para infraestructuras y ciberseguridad.
La propuesta fue aceptada, pero las formas generaron el escándalo. Porque la diplomacia, como la política, se mide también por el tono, la simbología, el lenguaje. Y que el líder europeo encargado de pilotar la OTAN se refiera a Trump como “daddy” activa todos los fantasmas de un continente que no logra desprenderse de su dependencia transatlántica.
Hay quienes defienden a Rutte. Alegan que su relación con Trump le convierte en un puente útil, un diplomático eficaz, capaz de arrancar concesiones a un líder imprevisible. Que, sin esa cercanía, el acuerdo del 5 % habría sido aún más lesivo para Europa. Que el gesto fue una ironía malinterpretada.
Pero cada vez son más las voces que piden responsabilidades. No solo por la forma, sino por el fondo. Porque aceptar sin resistencia los dictados de Washington, aplaudirlos y hacerlo con gestos que rozan lo servil, supone —según sus críticos— dejar sin defensa el principio de autonomía estratégica que Europa dice perseguir. Y lo que está en juego no es una dimisión individual, sino el tipo de liderazgo que Europa quiere proyectar en el mundo.
¿Debe dimitir?
Dimitir sería un gesto político contundente. Una forma de restituir la dignidad institucional de la OTAN y de Europa. De decir que hay líneas rojas. Que un líder no puede bromear con “daddy” cuando quien tiene enfrente lanza amenazas y exhibe desprecio hacia el multilateralismo. Pero también implicaría perder a un negociador que ha logrado que Trump se comprometa, al menos de palabra, con el artículo 5 de defensa mutua.
La pregunta, entonces, va más allá de Rutte. Es una cuestión de proyecto europeo: ¿seguiremos aplaudiendo al “daddy” estadounidense o construiremos una Europa capaz de hablar con voz propia?
