Ni siquiera los más audaces se atreven a pronosticar qué puede pasar en las pocas semanas con que cuenta Pedro Sánchez para sumar los 176 votos del Congreso que necesita para seguir siendo presidente. El incierto arranque de la nueva legislatura bien podría titularse ‘Nadie sabe nada’, el programa radiofónico de humor improvisado de Andreu Buenafuente y Berto Romero.

Junts per Catalunya no es un partido como los demás; en realidad, a día e hoy no es propiamente un partido, es más bien un portentoso martillo en manos de un hombre a quien las elecciones del 23 de julio le regalaron un clavo de oro. Habrá legislatura si y solo si Carles Puigdemont llega a la conclusión de que lo mejor para Su Causa es que la haya.

En la izquierda va ganando terreno la sensación de que no será posible convencer al expresident fugado de que ponga un precio razonable a su apoyo a la investidura; mientras, en la derecha se han sentado a la puerta a esperar el cadáver de su enemigo Sánchez, convencidos de que una repetición electoral certificará el declive definitivo de Vox porque muchos de sus votantes habrán comprendido, ¡por fin!, que ha llegado la hora de regresar a la casa común del PP. Génova sueña con un Vox irrelevante y minúsculo. Tal vez acabe sucediendo así, pero por ahora cada vez que el PP se ha despertado el dinosaurio ultra seguía estando ahí.

Será interesante ver cómo se desarrolla la partida entre Pedro Sánchez y Carles Puigdemont. El primero es un gran jugador pero el segundo tiene mejores cartas. Según el adagio del griego Arquíloco que inspiró un célebre ensayo de Isaiah Berlin, Sánchez es el zorro, que sabe muchas cosas, mientras que Puigdemont es el erizo, que solo sabe una. El mundo de Puigdemont es más sencillo que el mundo de Sánchez: este opera con ideas, siempre inciertas; aquel, con revelaciones, siempre infalibles. Carles es un devoto del martirio mientras que Pedro lo es de la resurrección. Gran velada, pues, a la vista.

Será interesante ver cómo juega sus cartas el expresident de la Generalitat y, sobre todo, cómo sortea las asechanzas de sus enemigos, cuyo número cabe resumir en tres, los mismos que decía tener Mahatma Gandhi según recuerda André Malraux en sus ‘Antimemorias’: “Lucho contra tres enemigos: los ingleses, los indios y yo”. También Puigdemont lucha contra tres enemigos: los españoles, los catalanes y él mismo. Seguramente el más peligroso de los tres sea el tercero, aunque el más difícil de vencer no sea, como cree el independentismo, el primero sino el segundo, pues entre Puigdemont y su sueño de una Cataluña separada de España se interponen como dos millones de catalanes, más o menos el mismo número de los que dan consistencia y verosimilitud a su ambición.

Los únicos enemigos que ve el independentismo más independentista son los españoles, a los que el idiolecto catalanista prefiere llamar ‘El Estado español’, pero en realidad su hasta ahora invencible adversario es ese casi 50 por ciento de ciudadanos del Principado que se sienten tan catalanes como españoles. Con tanta gente equivocada es difícil construir un Estado como Dios manda. Cuando la portavoz de Junts en el Congreso, Miriam Nogueras, proclama: “Nuestra prioridad es Cataluña, no la gobernabilidad del Estado español”, vuelve a tomar la parte por el todo, pues solo haciéndolo así le cuadran las cuentas.

En todo caso, la gran incógnita de la negociación para la investidura de Sánchez es cómo lidiará Puigdemont con ese resbaladizo enemigo que es él mismo. Sin duda, al hombre el cuerpo el pide sangre: ‘Puigdemont traslada a su entorno que Sánchez “meará sangre” si quiere ser investido’, titulaba esta semana Cristina de la Hoz una de sus crónicas en El Independiente. En política, casi siempre es un error hacer lo que te pide el cuerpo, pero hay pocos políticos que no hayan caído en él alguna vez.

El expresidente de la Generalitat es un hombre tan perseguido por la justicia como absolutamente, evangélicamente convencido de serlo injustamente, lo cual lo aproxima mucho más a la figura del mártir que a la del político. No será nada fácil para los enviados de Pedro Sánchez negociar con un mártir que no acaba de serlo del todo, pues no en vano lleva seis años burlando a los malditos romanos que quieren crucificarlo.

Protegido por los altos muros de la justicia europea, Puigdemont resiste en su aldea gala de Waterloo; seguramente desea abandonarla y regresar a la vida civil, pero la misma justicia que hasta ahora ha sido su escudo no le pone fácil ese regreso. Volver a casa por su propio pie tiene para Puigdemont un precio no ya elevado, sino algo mucho peor que casi nadie está nunca dispuesto a pagar: el alto, ofensivo, insoportable precio de la deshonra.