Alberto Núñez Feijóo ha encontrado su palabra fetiche: mafia. La repite una y otra vez, como si fuese una etiqueta mágica capaz de encasillar al adversario político. La usa con naturalidad, con convicción, con ese tono solemne que le permite parecer moderado incluso cuando lanza acusaciones propias de una novela negra. Pero hay algo que Feijóo parece olvidar, o finge no saber: cuando uno juega con ciertas palabras, es mejor asegurarse de que no le estallen en la cara.

Porque si hay una organización política en España que ha funcionado durante años como una maquinaria paralela al Estado, esa es el Partido Popular. Y si hay una sede que merece el apodo de “Corruptolandia”, es Génova 13. Desde esa dirección, el PP construyó durante décadas un modelo de poder donde la corrupción no era una anomalía, sino el método. No fue un caso aislado. Fue una estructura. Y aunque algunos insistan en reescribir la historia, los hechos son persistentes.

Estos días hemos sabido que Cristóbal Montoro, exministro de Hacienda, ha sido imputado por liderar una trama dedicada nada menos que a traficar con leyes desde el propio Estado. Empresas privadas pagaban para que desde el Ministerio se modificaran normas a medida. Y, al frente, una red con nombres de despacho y eslóganes técnicos, pero con prácticas que poco tienen que envidiar a un organización criminal. Entre los imputados figura también uno de los economistas que hoy asesora a Feijóo. Hasta ahora, nadie en el PP ha considerado que eso merezca una explicación pública.

Mientras tanto, Rodrigo Rato, símbolo del (mal) llamado “milagro económico”, continúa cumpliendo condena por delitos económicos. Y el entorno personal de Isabel Díaz Ayuso tampoco se libra: su pareja afronta una acusación por fraude fiscal con una petición de prisión de cuatro años. Nada de esto parece alterar el discurso oficial. De hecho, en lugar de hacer autocrítica o asumir responsabilidades, el Partido Popular apartó a quien se atrevió a levantar la voz. Pablo Casado fue defenestrado por atreverse a preguntar por los contratos públicos que rodeaban a la presidenta madrileña. No hubo debate, ni investigación interna, ni transparencia. Hubo silencio. Y una purga.

Además, está el pasado que Feijóo intenta borrar con la goma de la amnesia: la Gürtel, la Púnica, el caso Lezo, la caja B de Bárcenas. No solo existieron. Fueron juzgados. Fueron condenados. Fueron estructurales. Y, en paralelo, la llamada trama Kitchen, que utilizó recursos del Ministerio del Interior para espiar a su propio extesorero, destruyendo pruebas y violando derechos fundamentales. Todo ello, con la participación activa de lo que se dio en llamar “policía patriótica”, y que fue organizado y amparado por ministerios que respondían más a intereses partidistas que al interés general.

Nada de esto escandaliza a Feijóo. No hay indignación, ni condena. Al contrario, hay una estrategia de silencio, de maquillaje, de reciclaje de algunas caras para salvar estructuras. Feijóo no representa una ruptura con ese pasado, sino su continuación blanqueada. Pero mientras tanto, se atreve a llamar mafioso al presidente del Gobierno con una mezcla de sobriedad impostada y temeridad argumental. Lo dice sin rubor, sin probar nada, como si las pruebas de que su partido se financió con dinero negro no existieran, como si desde el despacho que ocupa en Génova 13 no se hubieran destruido discos duros, como si nadie recordara los sobres en B ni los papeles manuscritos de Luis Bárcenas. Hay que tener cuajo. 

Este Partido Popular no es una alternativa regeneradora. No es una renovación. Es el mismo engranaje oxidado disfrazado de modernidad. Es una vieja maquinaria con chapa nueva que vuelve a poner en marcha los engranajes del poder con los mismos vicios de siempre. Porque ahora ya no solo se trata de cobrar comisiones o repartir favores. Ahora descubrimos que se compraban leyes desde Hacienda con informes manipulados, en despachos que nunca dejaron de estar conectados con los pasillos del Gobierno.

Feijóo no lidera una alternativa política. Lidera un intento de restaurar el régimen de impunidad que el país creyó haber superado. No viene a limpiar la democracia, viene a anestesiarla. El PP ha construido durante décadas un modelo de poder basado en la corrupción como método, no como accidente. Porque, al final, el problema no es “que caiga España”. El verdadero peligro es que quiera levantarla Génova 13 porque ahora, en pleno 2025, las piezas del puzle siguen encajando. Y es que a estas alturas todas y todos sabemos que Corruptolandia nunca cierra.

Montse Mínguez es secretaria general del Grupo Parlamentario Socialista y portavoz del PSOE.

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