La cantautora Zahara ha respondido a las críticas por su presencia en el Granada Sound y otros eventos gestionados por Superstruct Entertainment, grupo de festivales adquirido por el fondo de capital riesgo KKR. La jiennense sostiene que no puede cancelar sus conciertos de 2025 por obligaciones contractuales, pero adelanta que en 2026 no participará en ningún festival vinculado a KKR. “No tocar este año supone asumir posibles consecuencias legales y económicas (…) que yo personalmente no puedo asumir”, escribió en redes. “El próximo año no tocaré en ningún festival vinculado con KKR. Pero con todo mi pesar, los de este año no puedo eludirlos”, remarcó. En sus actuaciones, además, viene exhibiendo el lema “Palestina libre” en su ya característico policlean.
La polémica ha marcado buena parte de la temporada estival. Desde mayo —cuando volvió a situarse el foco en el cambio de manos de Superstruct—, diversos colectivos y artistas han llamado al boicot de citas como Viña Rock, FIB, Sónar, Granada Sound o Arenal Sound por su pertenencia al conglomerado de Superstruct. KKR anunció la adquisición del operador pan-europeo de festivales en junio de 2024, operación posteriormente cerrada ese otoño junto a CVC, con un portafolio de más de 80 festivales en una decena de países. Entre ellos, Sónar figura como uno de los buques insignia.
El trasfondo ha trascendido lo estrictamente musical: decenas de artistas se han descolgado de carteles este año en España y en Europa, con especial ruido en Sónar y en el FIB. En el caso de Benicàssim, la edición de julio arrancó marcada por la retirada de ocho nombres que alegaron la vinculación del promotor con KKR; mientras, plataformas locales llamaron a pedir devoluciones de entradas como gesto de protesta. La controversia ha alimentado un debate de calado sobre quién debe asumir la responsabilidad política y económica cuando el dinero que sostiene los grandes eventos culturales procede de fondos asociados —según denuncian los colectivos— a actividades o inversiones consideradas incompatibles con los derechos humanos.
En ese punto se sitúa el argumento central de Zahara. La autora de Lento Ternura —su disco de 2025— venía reflexionando ya en entrevistas sobre el límite entre la ética individual y la acción institucional. “Aquí el problema es que se nos pide la responsabilidad a los individuos, cuando son las instituciones y los poderes políticos quienes deberían intervenir y hacerse cargo”, defendió, subrayando la precariedad que atraviesan multitud de músicos: cancelar una fecha puede implicar pérdidas y penalizaciones inasumibles para un proyecto independiente. De ahí que sitúe sus decisiones en dos tiempos: cumplir lo firmado en 2025 y romper relaciones en 2026 con cualquier festival ligado al conglomerado.
En España, el boicot no ha sido monolítico. Algunos grupos y solistas han decidido renunciar a festivales ligados a Superstruct, asumiendo el coste reputacional y económico de dejar vacante un escenario en plena temporada alta. Otros, como Zahara, han optado por cumplir con los contratos vigentes y fijar una línea roja a futuro. Entre medias, un público cada vez más politizado ha presionado a la industria: se han multiplicado las campañas en redes, los llamamientos de colectivos pro-Palestina y los debates sobre la trazabilidad del dinero que llega a recintos, patrocinios y proveedores. El ruido social ha forzado a muchos a tomar posición —aunque sea de forma matizada— ante un conflicto que desborda las secciones de cultura.
El caso de Zahara permite asomarse a la intrahistoria económica del directo. En un sector donde los cachets dependen cada vez más de pocas citas masivas, una cancelación unilateral suele activar cláusulas que obligan al artista a devolver anticipos, pagar indemnizaciones o asumir costes de producción ya comprometidos (viajes, escenografía, personal técnico). Esa es la realidad que la propia Zahara ha puesto negro sobre blanco: para una compañía independiente como la suya, Gozz Records, entrar en esa espiral puede amenazar la viabilidad del proyecto. La asimetría de fuerzas entre promotores y artistas —especialmente quienes no pertenecen a grandes majors ni cuentan con colchones financieros— explica por qué no todos pueden romper de un día para otro, incluso queriendo.
La cantante, no obstante, no esquiva el posicionamiento. En sus publicaciones y entrevistas ha repetido que ve con dolor lo que ocurre en Palestina y que considera que se está produciendo una masacre; un diagnóstico que comparte con una parte significativa del público y de la escena. El gesto simbólico del “Palestina libre” en cada concierto es su forma de no normalizar la situación mientras cumple el calendario firmado. Lo hace además recordando que la coherencia no debería convertirse en un privilegio de clase dentro de la cultura: no todo el mundo puede “permitirse” perder su sueldo o afrontar litigios para sostener un boicot individual.