Voy camino de Berlín. En esta ocasión aspiro a pasar una larga noche en ese secular cabaret llamado Clärchens Ballhaus, en el que un día bailó un tango Charlotte Rampling vestida sólo con sus ojos. Es una magnífica sala de baile: antigua y vocinglera. Lo intenté en dos ocasiones con anterioridad pero no pudo ser. La primera era abril de 1983. Aquella noche de domingo  Berlín era una ciudad esquizofrénica: un ojo le reía, el otro lloraba. Los socialdemócratas de Smith (que aún  vive alimentado de nicotina y recuerdos) habían perdido las elecciones federales  y en la sala de aquel cabaret el llanto y la alegría apagaban por igual su magia. Otra vez será. Pero cuando años después recalé de nuevo por el Berlín del desgarro y los grandes sueños, enormes lonas de obra cubrían su fachada.

Así que rápidamente acomodé mi alma ansiosa de notas rapidísimas, operetas y folclore popular en otro viaje a París. Me encaramé hasta esa loma de la bohemia, que llaman Montmartre, para aporrear mis cuerdas vocales con algunos estribillos de canciones de Charles Trenet, George Brassens y hasta de Edith Piaf. Estaba en Le Lapin Agile, cabaret chiquito, incómodo y mágico. Recordé el sabor adolecente del anís con guindas, desaparecido de España, y pude saber porqué Balzac escribía toda la noche como un poseído: ¡La absenta parisina es como una bomba creativa! En Le Lapin el piano es una tartana divina ayudada por todo tipo de coros, mayoritariamente de mujeres, que vuela desde la intensa despedida de la Mimí de Puccini hasta el desgarrado Ne me quitte pas, de  Jacques Brel. Allí no dan de comer, sólo se canta y se bebe duro apiñado contra el cuerpo de una australiana enloquecida en el largo asiento de madera.

Los cabarets antiguos y las mil clases de bares musicales se visten, normalmente, con las galas más desmadejadas que arrastra el tiempo. Cultivan lo de siempre dejando en sus mesas y paredes, en los baños y las guías para turistas recuerdos del paso por ellos de nombres celebres, personas entonces menesterosas y muy jóvenes  que, al cabo,  llegaron a rozar al genio. Estos lugares, sin embargo, no abundaron en España, o no han conseguido llegar a nuestros días. Nos conformamos con los cascotes de algunos cafés burgueses que han resistido el oleaje de la historia por un  milagro.

Porque nosotros fuimos más de colmaos flamencos y bares de parranda que otra cosa. Y también de casas de putas con pianista  (“No digas a mi madre  que trabajo en publicidad, dile que soy pianista de un burdel”, escribió el magnífico  Jacques Seguelá, aquel comunicador que limó los colmillos de Mitterrand para que ganara unas elecciones como si se tratará de “La fuerza Tranquila”). Nuestros  viejos cafés  resisten entibados por sus olores a pis y fritanga de churros (El Comercial), aunque también lo hay que se las dan de mágicos porque un día tocó allí Teté Montoliú (Café Central). Casi todos parecen insectos de coleccionista pinchados en la ciudad por una vieja aguja del tiempo. No se les ha ido el humo, aunque hace años que dejaron de fumar, ni tampoco nunca nadie se detuvo a remediar la hemorragia de ese grifo goterón del lavabo de caballeros.

Hay, no obstante, un parecido rayo que atraviesa a todos, incluso a los europeos más famosos. Porque el café Greco de la Plaza de España, de Roma exuda parecidas penumbras que nuestro Café Gijón, aunque éste se adorne ahora como un restaurante de segunda con precios de primera, y el Florian, de Venecia o A Brasileira, de Lisboa (un heterónimo de Pessoa allí me contó que este café permanecerá abierto hasta que los gallos portugueses muten en elefantes de Aníbal), se hacen guiños con nuestros casinos de provincia  tan españoles.

Pero existen excepciones, resurrecciones memorables como la acontecida con el Café Royalty,  de Cádiz. Remozado hace unos años, es con seguridad uno de los cafés más atractivos de Europa. Esa perla romántica, que agonizaba como un lamentable colmao de puerto abandonado, es hoy un punto de atracción singularísimo la ciudad más marítima del mundo, la cita obligada de cruceros y portada de guías turísticas. Un lujo de chocolate con picatostes.